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La salud es personal

En estos tiempos, que «la verdad tropezó en la plaza» (y más aun en los medios de comunicación), me parece muy importante dar a nuestros niños desde el inicio una perspectiva sana y cristiana acerca de los asuntos importantes de la vida.

Por ejemplo la salud. Desde hace décadas ya se nos lava el cerebro, diciéndonos que «la salud es asunto del gobierno». De manera que hoy en día, mucha gente cree que el gobierno es el encargado de decirles cómo cuidar su salud, y qué hacer cuando se enferman. La palabra mágica que induce esta creencia, es «salud pública«. Este es el mismo truco como cuando a las escuelas gubernamentales las llaman «escuelas públicas»: En realidad quieren decir «Escuelas controladas por el gobierno». Y así también «salud pública» significa en realidad: «la salud controlada por el gobierno». (Vea también «El estado no es Dios».)

De hecho, algo así como «salud pública» no existe. La salud es un asunto personal. Solamente una persona individual puede diagnosticarse como «sana» o «enferma» en el sentido médico; pero no el «público» en general. Hasta hace poco, en los países civilizados regía el secreto profesional de los médicos: No era permitido que un médico divulgase datos acerca de los pacientes que trató, y acerca de su estado de salud. Solamente en los últimos años, los gobiernos del mundo exigen de una manera cada vez más agresiva el acceso y el control sobre las historias clínicas de la población, y empiezan a emitir órdenes discriminatorias basadas en el estado de salud o en los tratamientos recibidos.

En los países que disfrutaron de mayores libertades, la libre elección del médico siempre se ha considerado un derecho fundamental. O sea, que nadie se vea obligado a hacerse tratar por un médico desconocido, o por uno en quien no tiene plena confianza.
Obviamente, este derecho no existe en los países latinoamericanos, los que están acostumbrados a gobiernos autoritarios y enfatizan la «salud pública». En estos países, solamente las personas muy adineradas pueden darse el lujo de tener un «médico de cabecera». El pueblo común se ve obligado a acudir a las instituciones estatales, donde son asignados arbitrariamente a ser tratados por personas desconocidas; donde los pacientes son tratados como súbditos, y los médicos se creen pequeños reyes.
Nos debe dar que pensar que aun en Estados Unidos, un país donde la medicina está bastante avanzada, la tercera causa más frecuente de muerte es el tratamiento médico. Eso incluye no solamente los casos de negligencia médica o mala práctica. Incluye también muchos casos donde los médicos actúan correctamente según los protocolos estándar, y sin embargo, el tratamiento administrado tiene consecuencias mortales. De verdad, en muchos casos el tratamiento es peor que la enfermedad. ¿Y cuánto más en un país donde los médicos son tan privilegiados que raras veces tienen que responsabilizarse por sus errores; trabajan de manera menos concienzuda; y la burocracia estatal interfiere constantemente con los derechos de los pacientes?

En realidad, una buena relación personal de confianza entre paciente y médico es esencial para un exitoso proceso de sanación. Un médico de confianza no aplicará rutinariamente un protocolo prescrito por el gobierno. Evaluará la situación individual del paciente, las circunstancias particulares de su enfermedad o lesión, y las reacciones particulares de su cuerpo a determinados tratamientos. Informará al paciente verídicamente acerca de las opciones disponibles, sus potenciales beneficios y riesgos. Respetará las decisiones del paciente respecto a los tratamientos a seguir. Así también el paciente se siente tranquilo, está psicológicamente mucho mejor, y eso a su vez favorece su recuperación.
Pero no sucede así en las instituciones de la «salud pública». Quienes trabajan allí, no son realmente «trabajadores de salud»; son funcionarios del gobierno. Trabajan para implementar las políticas del gobierno, no para mejorar la salud de los pacientes. No se dan tiempo para tratar de entender la situación individual de cada paciente; y no asumen responsabilidad por los efectos adversos de sus tratamientos. Y a menudo están bajo la presión de metas burocráticas impuestas desde el gobierno y desde las grandes empresas farmacéuticas: tienen que alcanzar un número determinado de enfermedades respiratorias tratadas, de mujeres esterilizadas, de niños vacunados; tienen que vender un número determinado de dosis de ciertos medicamentos; etc. En un ambiente así, los pacientes se deprimen, y eso a su vez empeora su estado de salud.
Sí, existen también clínicas privadas; pero ésas funcionan a menudo según el mismo modelo como las instituciones gubernamentales. Además, muchas de ellas basan sus decisiones en la maximización de ganancias, y no en las necesidades de los pacientes. De hecho, los problemas del supuesto «sistema de salud» tienen mucho en común con los problemas del sistema escolar, que hemos tratado repetidamente en este blog.

Un conocido epidemiólogo estadounidense dijo:

La comunidad de los trabajadores de salud es una estructura muy autoritaria. La mayoría de los médicos no se informan mediante investigaciones originales, ni razonan por sí mismos. Solamente escuchan a los representantes de las empresas farmacéuticas (…), y así tienen un montón de conflictos [de interés].»

A la mayoría de los niños no les gusta ir al médico, y le tienen miedo. Podemos distinguir allí dos componentes diferentes:

1. El miedo al dolor, al sufrimiento.
Este es un miedo que debemos ayudar al niño a superarlo poco a poco, con mucha paciencia y comprensión. El dolor y el sufrimiento son una parte normal de la vida, y a veces incluso son necesarios para alcanzar una meta. Un trabajo físicamente exigente, una caminata larga, un entrenamiento deportivo intenso, también causarán dolor, igual como un tratamiento médico puede causar dolor. En este aspecto, los niños necesitarán aprender a ser seguidores de Jesús, quien «por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz» (Hebreos 12:2).

2. El miedo a la invasión de la privacidad de su cuerpo.
Este es un miedo justificado, que no debemos pasar por alto ni tomarlo a la ligera. Es natural que no querramos que otras personas toquen nuestro cuerpo de una manera que nos parece desagradable. Es este mismo miedo que protege al niño contra el abuso físico y sexual, porque hace que el niño se sienta alarmado y se dé cuenta de que algo está mal, cuando alguien lo toca de una manera indebida. Si hacemos callar esta alarma, y si damos a entender al niño que está mal sentir este miedo (por ejemplo en ocasión de un examen médico), entonces hacemos que se vuelva vulnerable hacia el abuso.
Esta es una razón más por qué el médico debe ser una persona de confianza; alguien a quien elegimos libremente a base de una relación personal. No es sabio ni seguro, dejar que nuestros niños sean examinados y tratados por personas desconocidas en una institución estatal despersonalizada.
Aun nosotros como adultos necesitamos recuperar nuestra autoestima respecto a nuestro derecho de decidir nosotros mismos acerca de nuestro cuerpo y nuestra salud. El principio del consentimiento informado, reconocido internacionalmente, define que nadie puede ser sometido a un tratamiento médico sin su consentimiento voluntario. El consentimiento se considera inválido si fue obtenido mediante manipulación, coerción, o la influencia de personas en posición de autoridad; o si el paciente no fue informado de manera verídica y completa acerca de los posibles riesgos. (Resumido según el artículo correspondiente en Wikipedia.) Esto es de suma importancia hoy en día, donde por presión o manipulación de «personas en posición de autoridad» se inyectan sustancias potencialmente dañinas en millones de personas, sin informarlos adecuadamente de que existe el riesgo de discapacidad e incluso de la muerte. Muchos de nosotros los adultos también nos hemos acostumbrado, cuando se trata de asuntos médicos, a apagar nuestra alarma interna que nos dice: «Me molesta y me da miedo que hagan eso con mi cuerpo.»

Si la salud es personal, y si el «consentimiento informado» tiene algún significado, entonces ningún gobierno tiene el derecho de declarar ciertas intervenciones médicas como obligatorias, y de prohibir otras. Aunque a mucha gente les parezca extraño, pero no necesitamos ninguna ordenanza gubernamental para cepillar nuestros dientes, lavar nuestras manos, o alimentarnos de manera saludable. Cada persona tiene el derecho de decidir en responsabilidad propia cómo manejar asuntos como estos, si darles importancia o no, o cuidar su salud de alguna otra manera.

Sugiero entonces, para llegar a una perspectiva más sana acerca de los cuidados de la salud, que primero bajemos a la profesión médica de su pedestal. Un médico no es un dios; no es omnisciente; y tampoco es un gobernante con el derecho de darnos órdenes. Un médico es simplemente alguien que ha estudiado mucho acerca de la salud y la enfermedad; pero también es un ser humano con sus puntos fuertes y sus fallas. Si es un buen profesional, entonces aplicará sus conocimientos sabiamente para ayudarnos a sanar, dentro de sus posibilidades y limitaciones. (Desgraciadamente, algunos médicos ni siquiera son buenos profesionales.) Pero al fin de cuentas, no es el médico que nos sana. El tratamiento médico solamente ayuda a nuestro cuerpo a realizar mejor sus propias funciones de curación, creadas por Dios; como por ejemplo las funciones del sistema inmunológico, o los mecanismos de restauración de tejidos para la curación de heridas.

En segundo lugar, sugiero que en lo posible busquemos opciones de tratamiento médico que sean independientes del sistema estatal. Sé que eso requiere un esfuerzo de buscar a personas idóneas, y que existen limitaciones financieras. Pero no es que por naturaleza sea más caro hacerse atender por un médico independiente. Mas bien, el sistema está sesgado por la política financiera del gobierno. (Tenemos aquí otra paralela a la situación respecto a la educación.) Cuando haya más personas que conscientemente busquen independizarse en cuanto a los cuidados de salud, entonces se crearán más oportunidades de trabajo para médicos independientes, y la medicina independiente se volverá también más sostenible económicamente. Si la salud es un asunto personal, debe tratarse en el marco de una relación personal.
¿Qué cualidades buscaría yo en un médico, para encomendarle mi salud? – La siguiente lista seguramente es incompleta, pero es un inicio:
– Que sea una persona íntegra y honesta.
– Que me respete como persona, y que respete mis derechos de paciente.
– Que demuestre, en su práctica, capacidades adecuadas de diagnóstico y tratamiento.
– Que respete el secreto profesional, no compartiendo mis datos y asuntos personales con terceras personas.

Si Ud. me dice ahora que no puede encontrar un médico según estos criterios, entonces pregúntese por qué. ¿Será que el sistema de la «salud pública» desalienta el desarrollo de las cualidades humanas en los médicos? Seguramente, algo está muy mal si un médico puede perder su trabajo por discrepar con la política del gobierno, mientras que ningún médico pierde su trabajo por tratar mal a sus pacientes. Con tanto más razón hay que volver a incentivar el trabajo de los médicos independientes. Donde los pacientes eligen libremente a sus médicos, los médicos tienen un incentivo para tratar bien a sus pacientes. Donde los médicos son funcionarios del estado, tienden a convertirse en la misma clase de burócratas despiadados como los que manejan las otras áreas del gobierno.

Y tercero, pero no menos importante, que devolvamos a Dios el lugar que le corresponde. Nuestros cuerpos no son propiedad del estado; son creación de Dios. Él es Señor sobre la salud y la enfermedad. En la enfermedad, busquemos primero a Dios y sólo después al médico. En este respecto, mi hijo nos enseñó una gran lección cuando tenía sólo tres años de edad. Jugando, se había caído de un árbol y se había lesionado los pies. Toda la tarde, el dolor era tan fuerte que no podía caminar. Oramos juntos a Dios, pero el dolor no disminuyó. Le dijimos: «Ahora tenemos que llevarte al médico.» – Él respondió: «No, prefiero confiar en Dios.» – Nosotros no estábamos felices con su respuesta, pero cedimos. Pedimos otra vez con más insistencia a Dios que lo sanara. Después dijimos: «Pero si mañana tus pies no están mejor, iremos al médico.» – En la mañana siguiente, nuestro hijito se despertó sin dolor y caminó normalmente.
Y en las situaciones donde sí necesitamos un médico, preferimos que también el médico tenga temor a Dios. Añadamos esto a la lista de los criterios de un buen médico.
Confiar en Dios, en mi opinión, incluye también hacer uso de las propiedades curativas de las plantas y de otros elementos de Su creación. Así podemos disminuir grandemente la dependencia de los medicamentos sintéticos, los que a menudo tienen efectos secundarios no deseados.
Y finalmente, si reconocemos a Dios como Señor, reconocemos también que Él es quien determina el fin de nuestra vida. La vida no es el máximo valor. – «Porque mejor es tu misericordia que la vida» (Salmo 63:3). – «Ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo …» (Hechos 20:24). – No tiene sentido dejar de hacer lo que Dios nos ha mandado (p.ej. trabajar; ayudarnos mutuamente; reunirnos para animarnos mutuamente en la fe), en el afán de quizás añadir con eso unos cuantos años a nuestra vida o a las vidas de otras personas. Desde la perspectiva de Dios no importa si nuestra vida es larga o corta, con tal que la vivamos para Su gloria. Jesús vivió solamente 33 años en esta tierra; pero Su vida tuvo el máximo impacto para la gloria de Dios. Aprendamos entonces «de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría» (Salmo 90:12); y enseñemos lo mismo a nuestros niños.

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Se busca: Ladrón optimista

Hace poco, al ordenar papeles viejos, me topé con una infografía titulada «Perfil del profesional competitivo» (Diario «La República», Lima, 4 de diciembre de 2014). Aunque tiene más de cinco años de antigüedad, supongo que diversos aspectos de aquella infografía siguen vigentes. Se trata, aparentemente, de los resultados de encuestas entre empresas, acerca de las cualidades que ellas más valoran en sus empleados profesionales.

Algunos puntos dan lugar a esperanza. Por ejemplo, en el aspecto académico, las empresas (según la infografía) valoran «Especialización y actualización» por encima de «Doctorado, maestría o diplomado». Así que, quizás, un genio comercial como Bill Gates o Soichiro Honda, quienes abandonaron sus estudios por fundar sus empresas, podría tener alguna oportunidad de éxito aun en la sociedad peruana.

Por el otro lado, en ningún lugar de la infografía aparece la capacidad para el estudio independiente y la investigación como una cualidad deseable. Aparentemente, a las empresas peruanas tampoco les interesa si sus profesionales han demostrado sus capacidades de alguna manera práctica. Por ejemplo, si alguna vez han fundado una empresa propia o una asociación para el bien común, si han hecho algún invento, escrito algún libro, o si alguna vez han destacado por alguna acción original o novedosa a favor del desarrollo económico o social. Estas son capacidades altamente valoradas en países que lideran el avance tecnológico y científico. Recordemos que la infografía se refiere específicamente a profesionales, no a simples obreros. Pero las empresas peruanas, según parece, siguen teniendo su horizonte limitado a los papeles y diplomas que certifican que un candidato ha pasado una detereminada cantidad de horas de su vida sentado en las aulas de alguna institución académica. Si en todas esas horas desarrollaron también alguna capacidad de utilidad práctica o no – eso parece interesarlos menos.

En una lista de «cualidades», por lo menos aparece «Innovación y creatividad«; pero en el último lugar de la lista, apenas visible.

Y ahora la cosa se vuelve realmente preocupante: En una lista de «valores» deseables, en el primer lugar figura «Optimismo» (33%). «Honestidad» ocupa el último lugar (6%). En la mayoría de las concepciones éticas y morales (quizás con excepción del pragmatismo), «optimismo» ni siquiera es un «valor». Se caracterizaría más acertadamente como una «disposición psicológica», o un aspecto del temperamento personal, pero no un «valor». Un «valor» es una calidad ética; pero el optimismo es una calidad psicológica. – Sin embargo, las empresas peruanas lo califican como el «valor» más deseable. Preferirán a un ladrón, un estafador, un mentiroso, en vez de un colaborador honesto – con tal que sea optimista.

¿Por qué la honestidad tiene tan poca demanda? – ¿Será porque muchos empresarios y empleadores tampoco son honestos? Si un empresario corrupto contrata a un profesional honesto, corre el peligro de que ese profesional honesto lo descubra y lo denuncie. Entonces preferirá contratar a profesionales deshonestos.

Pero eso tiene consecuencias desastrosas para la sociedad y la economía. Donde no hay honestidad, se destruye la confianza. Efectivamente, unas investigaciones señalaron que el Perú es uno de los países donde la gente menos confía unos en otros.
Pero la confianza es uno de los ingredientes más importantes de una buena economía. Donde no hay confianza, se rompen los contratos, causando perjuicios a una de las partes o a ambas. Donde no hay confianza, se invierten millones en trabajos que no son productivos, o que incluso reducen la productividad de los demás: Mecanismos de vigilancia y control; burocracia estatal; corrupción y otras actividades delictivas. El Perú es también uno de los países que más trabas impone contra la creación de una empresa propia. Una economía de desconfianza no puede ser exitosa.

Todo eso está estrechamente relacionado con la educación y el sistema escolar. Una gran parte del sistema escolar se basa en la «pedagogía de la socialización». Ésa dice que es tarea de la escuela, formar la clase de personas que la sociedad exige. O sea, formar a personas adaptadas a la sociedad; personas que «siguen la corriente». Y aquellos alumnos que no se conforman, tienen que ser corregidos, reeducados, «nivelados», humillados … hasta que ellos se conforman también.
Ahora, si el miembro mejor adaptado a la sociedad es el ladrón optimista, ¿será entonces la meta educativa del sistema escolar, formar ladrones optimistas? – De hecho, la muy propagada «educación para la competitividad» apunta exactamente a éso. Se premia al que vence a sus competidores, sin importar si sus métodos son honestos o no.

Ahora podríamos hacer la pregunta acerca de la gallina y el huevo: ¿Cuál fue primero? ¿Fue primero un sistema escolar que incentiva la corrupción y la deshonestidad, y entonces los egresados formaron empresas según ese mismo molde? ¿O fueron primero las empresas deshonestas, y entonces el sistema escolar se adaptó para formar a la clase de gente que esas empresas requieren?

Pero más útil será preguntar cómo podemos romper ese círculo vicioso. Empecemos con lo más cercano: nuestros propios hijos. Eduque a sus hijos en la honestidad, dando usted mismo(a) el ejemplo. Y sáquelos de un sistema escolar deshonesto y corrupto. Existen alternativas; este blog presenta varias de ellas. Si tiene preguntas o consultas prácticas, envíelas mediante el formulario de comentarios.

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¿Una lucha por el poder entre padres y niños?

La relación entre padres e hijos sufre un gran daño cuando la desobediencia de los niños se interpreta en términos de una «lucha por el poder». ¡Algunos autores acusan a niños de dos o tres años, cuando desobedecen a sus padres, de planear conscientemente un «golpe de estado» en la familia! Y desde allí aconsejan a los padres que usen todos los medios, aun sumamente crueles, para ganar esta «lucha por el poder»; porque de otro modo, dicen, «perderían toda su autoridad». En consecuencia, los padres creen que sus hijos son sus enemigos. Una tal actitud (de parte de los padres) destruye todo intento de edificar una auténtica relacion de amor y confianza.

Es cierto que los niños pequeños a menudo tienen deseos egoístas. Entonces pueden hacer muchos esfuerzos para satisfacer esos deseos. Eso es parte de su naturaleza. Todos sus pensamientos se enfocan en esa meta: «¡Quiero ese juguete!» – «¡Quiero ese pedazo de torta!» – «!Quiero subir a ese árbol!» – de manera que todas las otras consideraciones se «apagan»; por ejemplo la consideración por los sentimientos de otras personas, o por el orden en la familia que los papás garantizan. Pero ¿será sensato asumir que ese niño pequeño, tan enfocado en su deseo, esté al mismo tiempo pensando: «Quiero echar a papá y a mamá de su trono; yo quiero ser la persona que manda sobre todo lo que hacemos en la familia»?
– No, un niño pequeño ni siquiera es capaz de pensar en tales categorías abstractas y fundamentales. Y en el fondo de su ser sabe muy bien que él mismo no sería capaz de decidir cada día qué comprar para comer, ni de cuidarse de los lugares y objetos peligrosos, ni mucho menos de ganarse la vida. Sabe que es dependiente de sus padres, y que por tanto necesita la guía y autoridad de sus padres.
No pensemos entonces que ese niño pequeño, por desobedecer, se haya convertido en nuestro enemigo. Está simplemente enfrascado en un capricho egocéntrico, en su propio mundo pequeño. Si respondo a eso defendiendo «mi» posición como padre, y me imagino que «mi» autoridad está amenazada, entonces me estoy rebajando al nivel del niño: yo también me concentro en «mi» propio mundo pequeño.

¿De verdad creemos que un niño de cuatro años tenga más poder que sus padres? ¡Deshágase de esa idea ridícula! Descanse confiadamente en el hecho de que usted es la autoridad, que tiene el poder, por naturaleza y no por los esfuerzos suyos. Así será menos tentado(a) a reaccionar de una manera excesiva o desesperada. Usted está experimentando un choque de voluntades, la suya y la del niño, acerca de un asunto específico. Entonces le toca manejar este asunto, de una manera que ayude al niño a madurar, y que no quebrante la relación fundamental de amor y confianza entre ustedes. Eso puede ser difícil, lo sé; pero ciertamente no tiene la envergadura de un golpe de estado.

Por supuesto que usted no tiene el poder de que el niño haga todo lo que usted manda, «inmediatamente y sin cuestionar». Ninguna persona humana tiene este poder sobre ninguna otra persona humana. Felizmente – porque eso sería la pesadilla más terrible de una dictadura totalitaria. Sea agradecido(a) de que Dios dio a sus hijos la capacidad de opinar, de razonar, y de hacer decisiones … aunque a veces utilicen estas capacidades de una manera equivocada. ¿O preferiría usted en su lugar, que sus hijos sean unos robots, completamente incapaces de razonar y de hacer decisiones propias?

Los padres que creen en esa idea de una obediencia «inmediata y sin cuestionar», se imponen una tremenda presión sobre sí mismos. Cada vez que un niño no muestra esa clase de obediencia «perfecta», el padre o la madre tendrá que pensar: «Ahora mi hijo(a) ha ganado la lucha por el poder. Ahora he perdido mi autoridad. Soy un padre / una madre fracasado(a).» Y esa desesperación por no «fracasar» como padre o madre, es una de las causas que tristemente conduce a muchos casos de maltrato contra los hijos.
Entonces, no nos impongamos tales estándares inalcanzables. Como vimos en el artículo acerca de la obediencia de los niños, ni Dios mismo nos impone tales estándares. Adoptar expectativas irreales es una receta segura para el fracaso.

Entonces, queridos padres y madres, por favor quítese de encima esa tremenda carga de tener que «ganar luchas por el poder». En lugar de eso, es más constructivo preguntarse: «¿Qué puedo hacer en esta situación para ayudar a mi hijo(a) a salir de su pequeño mundo egocéntrico?» Dependiendo de la situación y de la madurez del niño, puede estar accesible para diversos elementos o valores más allá de su «pequeño mundo». Por ejemplo la justicia: «Si tú comes este chocolatillo, no va a quedar ninguno para tu hermanito. Eso no sería justo.» – O la empatía: «Mira, tu hermanito está llorando porque le estás quitando su chocolatillo. ¿Ves como tu hermanito está triste? » – Niños mayores podrían también entender por qué no es bueno comer demasiados dulces. – Si nada parece funcionar, podemos simplemente hacer valer nuestra decisión, sin acusar ni insultar al niño: «He decidido no darte este chocolatillo.» – No hay por qué añadir «¡Eres un niño desobediente!»; no hay por qué tratar al niño como a un enemigo en una guerra … solamente hay que manejar el asunto que tenemos a la mano.

Si un niño pequeño arma todo un escándalo por hacer o lograr algo, a menudo ayuda simplemente dejarlo a solas con su pataleta. Su drama dejará de ser interesante cuando no hay público.

Tampoco hay por qué sentirnos fracasados si alguna vez el niño «gana». Hay niños que tienen que hacer primero ciertas experiencias, hasta que acepten el hecho de que las instrucciones de los padres normalmente son buenas. Algunos niños necesitan primero quemarse con una olla caliente, hasta que entiendan lo que significa: «¡Caliente! ¡No tocar!» – Algunos necesitan primero sufrir un dolor de muela, hasta que entiendan por qué no es bueno comer demasiados dulces. – Algunos necesitan primero sufrir una diarrea por comer tierra, hasta que entiendan por qué les decimos que no lo hagan. – No nos sintamos mal si como padres no pudimos evitar uno de esos accidentes. La experiencia educativa para los niños puede ser más intensa que cualquier esfuerzo o castigo de nuestra parte.
Por supuesto que tenemos que cuidar a los niños tanto más, cuanto mayor es el peligro. Un niño de dos años quizás no va a entender por qué lo alejamos a la fuerza de una autopista donde circulan carros a alta velocidad. Pero en la vida diaria hay suficientes situaciones de menor peligro, donde podemos tranquilamente permitir que los niños aprendan por medio de las consecuencias naturales de sus actos, si es que deciden pasar por alto nuestras advertencias.

Sé que las situaciones pueden escalar, sé que hay niños que siguen luchando tercamente por su capricho. Y reconozco que no tengo una «receta» de qué hacer en cada uno de esos casos. Pero hay algo más importante que las «recetas», y es la actitud de nuestro corazón. Si usted ama genuinamente a sus hijos, y hace un esfuerzo serio por comprenderlos, entonces su amor y su comprensión por ellos le dirigirán a hacer lo que es bueno para ellos. Guiar a los niños hacia la madurez, es en primer lugar un desafío a nuestra propia madurez como padres. Continuaré entonces un poco más desde esta perspectiva.

En muchas situaciones, los niños tienden a actuar según la imagen que nosotros tenemos acerca de ellos. Si los tratamos todo el tiempo como desobedientes, van a actuar como desobedientes. Si les decimos todo el tiempo «¡Malcriados!», van a actuar como malcriados. Si constantemente los ponemos bajo sospecha, van a empezar a hacer lo que sospechamos. Si los tratamos como enemigos, se van a convertir en nuestros enemigos.
El concepto de la «lucha por el poder» refuerza esa idea de que «los niños son nuestros enemigos». Por eso es dañino para las relaciones entre padres e hijos. Puede ser un tremendo paso hacia adelante, si llegamos a convencernos: «¡Mis hijos no son mis enemigos!» – y si los tratamos de acuerdo a esta convicción.

Un aspecto de la madurez es la capacidad de manejar ambivalencias. La ambivalencia ocurre cuando un asunto o una persona presenta varios aspectos contradictorios. Eso no tiene cabida en la mente de un niño pequeño: todo o es blanco o es negro; o es bueno o es malo.
Ahora, si ese niño se enfoca en una meta que quiere alcanzar, y yo como padre no estoy de acuerdo y se lo impido o lo prohíbo, el niño me va a percibir como «malo», y me va a tratar como un enemigo. Eso va a suceder, aun si el niño en el fondo tiene una relación amistosa y de confianza conmigo. El comportamiento hostil del niño no significa que ahora se haya convertido «fundamentalmente» en mi enemigo. Simplemente percibe mi acción momentánea como «mala», y eso le hace «olvidar» que normalmente yo soy «bueno» para él. Su mente no puede acomodar la ambivalencia de que su padre «bueno» hace de vez en cuando algo «malo».

Si en esta situación yo reacciono, tratando a mi hijo como enemigo, estoy cayendo en la misma inmadurez: me «olvido» de que tengo una relación amistosa con él, y lo percibo únicamente como «malo», como alguien que amenaza mi autoridad como padre.
Pero de nosotros como adultos y padres se espera un mayor nivel de madurez. Deberíamos ser capaces de acomodar en nuestra mente el hecho de que nuestros hijos momentáneamente estén actuando «mal», sin que eso desplace la relación «fundamentalmente buena» que tenemos con ellos. Es más: Deberíamos incluso ser capaces de conceder que el niño que actúa «mal», desde nuestra perspectiva, puede tener razones «buenas» para su acción, desde su propia perspectiva.
Eso no elimina la necesidad de una corrección. Pero este cambio de actitud nos permitirá corregir al niño de una manera que sea realmente educativa, no hiriente, y que no amenace la relación fundamental de confianza con él.
Y si damos lugar al niño para explique sus razones por su acción, en algunos casos podría incluso resultar que hemos juzgado mal al niño, y que somos nosotros quienes tenemos que corregirnos. Y aun eso, el tener que admitir un error ante los niños, no amenaza de ninguna manera nuestra autoridad. Al contrario, testifica de nuestra integridad.

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La autoridad de los padres

En los dos artículos anteriores hemos hablado del concepto de la «obediencia» de los niños, y del autoritarismo en ciertos círculos cristianos. Para completar el tema, deseo ahora compartir unas ideas acerca de la autoridad de las padres, y las formas de ejercer la autoridad paterna.

Estoy convencido de que como padres, tenemos el derecho y el deber de ejercer autoridad; de «tomar la delantera» en la familia. Los padres tenemos mayores conocimientos, mayor experiencia y madurez que los niños, y por tanto las mayores capacidades para hacer decisiones acertadas y sensatas. Esta diferencia de capacidades es muy obvia mientras que los niños son pequeños, y sigue vigente por lo menos hasta la adolescencia.
Por eso no estoy a favor de una educación anti-autoritaria que permite hacer a los niños todo lo que quieren, o que les da igual voz y voto como a los padres en todas las decisiones de la familia. Hay buenas razones para dar a la opinión de los padres un peso mayor que a la opinión de los niños, cuando se trata de decisiones que afectan a la familia entera.

Por el otro lado, es una pregunta muy diferente cómo se debe ejercer esta autoridad paterna. Hay todavía una gran diferencia entre «ejercer autoridad» y «ser autoritario». En el artículo acerca de la obediencia mencioné cierta corriente de libros sobre educación, de autores con trasfondo cristiano, que promueven un concepto extremista de la autoridad y de la obediencia.

Por ejemplo, un autor de esta corriente instruye a los padres a «entrenar» a sus niños, desde la edad de gatear, a obedecer órdenes arbitrarias; y que los padres castiguen físicamente a los pequeñitos si no hacen caso inmediatamente. Relata como él llama repetidamente a su pequeñita: «Ven donde papá.» Inicialmente, eso es un juego. Pero después, deliberadamente la llama mientras ella está muy concentrada con su juguete favorito; y la castiga si no viene inmediatamente. Dice literalmente: «Sé que algunas personas piensan que fui cruel al haberlo hecho.»
– Sí, eso pienso yo también. La Biblia dice: «Padres, no provoquen a sus niños, para que no se desanimen» (Colosenses 3:21). Lo que hizo ese padre, fue provocar a sus hijos. Y el concepto bíblico de «obediencia» no es uno de obediencia incondicional. Esa clase de obediencia «inmediata» y «sin cuestionar», la debemos únicamente a Dios, porque sólo él es infalible y digno de nuestra confianza ilimitada. Y aun Dios mismo no exige «obediencia» en algo de lo que no somos capaces.

En libros de esa corriente podemos frecuentemente encontrar comparaciones entre la educación de niños y el entrenamiento de un animal doméstico, por ejemplo un perro o un buey. Con eso delatan la influencia de ideas no bíblicas. La Biblia no dice en ninguna parte que habría que tratar a los niños como animales. Quien dice eso, es la psicología y pedagogía conductista. El conductismo efectivamente se basa en experimentos con animales; y desde allí enseña que igual como a los animales, se pueda y deba también «acondicionar» a los niños para que hagan lo que uno quiere, «reforzando» el comportamiento deseado con incentivos positivos y recompensas, y «extinguiendo» el comportamiento no deseado con castigos.
Pero ¡los niños no son animales! Los niños tienen la capacidad de razonar, de hacer decisiones, de ser creativos y de tener ideas propias. Y quien reclama un trasfondo cristiano, debería reconocer que cada niño tiene su dignidad propia, por ser creado en la imagen de Dios. Jesús dijo una de sus palabras más fuertes, no contra los niños desobedientes, pero contra los adultos que hacen daño a los niños: «Y cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar.» (Mateo 18:6)
(Nota aparte: La pedagogía de la confianza también hace comparaciones con animales. Pero lo hace desde una perspectiva completamente diferente: toma como ejemplos el trato de unos animales con sus propias crías; o sea dentro de su misma especie. Esa comparación es más apropiada para el trato de padres humanos con sus hijos. Solamente habría que tomar en cuenta que la naturaleza es «caída», que tiene ahora también su parte en comportamientos crueles, y que por tanto no todo lo que observamos en la naturaleza, puede ser una medida de lo que es «bueno».)

Algunos de estos libros se esfuerzan por equilibrar estas nociones autoritarias con el concepto del amor, y enfatizan que nuestra relación con los hijos debe ser fundamentalmente una relación de amor. Esto es bueno y correcto; pero no enmienda el problema de una autoridad excesiva. Es que en las ocasiones donde el niño no hace caso a las exigencias arbitrarias de los padres, se imponen «acciones disciplinarias» que contradicen el amor. Así se transmite un concepto de «amor condicional» – quizás no en palabras, pero con los hechos: «Te amo … si haces todo lo que yo quiero.» Así, el amor paterno ya no es un regalo; ya no es un compromiso firme; ya no es un fundamento seguro de confianza. Los hijos se quedan en una inseguridad constante de si realmente han hecho lo suficiente para «merecer» el amor de sus padres.
Si tomamos en cuenta que según el diseño de Dios, los padres son «reflejos de Dios» ante sus hijos, ¿qué imagen de Dios transmite un tal amor condicional? Un «Dios» que es difícil de satisfacer; un «Dios» cuyo amor nos falla justo en el momento cuando más lo necesitamos. Para un niño educado de esta manera, será muy difícil más adelante confiar en el Dios verdadero quien se sacrificó a Sí mismo para salvarnos. Será difícil que llegue a una experiencia de la gracia de Dios, y una seguridad de su salvación.

Al examinar las enseñanzas del autoritarismo, hemos distinguido entre autoridad posicional y autoridad relacional. ¿De cuál de estas clases es la autoridad paterna?
Ciertamente no es una autoridad posicional. No existe ninguna instancia superior en la sociedad que tuviera que «autorizar» o «delegar» a los padres para que tengan autoridad sobre sus hijos. Tampoco existe algún procedimiento institucional que pudiera «promover» a ciertas personas a una «posición» de padres, y negar esta posición a otros.
(Algunas ideologías modernas sostienen que el gobierno estatal otorga autoridad a los padres. Pero al seguir esas ideas, efectivamente se destruirán las familias. Ningún gobierno tiene el poder de crear familias. Entonces, si el estado promulga leyes acerca de la autoridad paterna, no se trata de algo que el estado pudiera «otorgar» a los padres. La legislación simplemente reconoce un hecho – la familia – que existe ya antes de toda legislación.)
En una familia sana, los padres tienen autoridad relacional resp. moral, por su ejemplo y su buen trato con los niños, de manera que los niños reconocen esta autoridad. Es de desear que todas las familias funcionen de esta manera.
Pero aun en familias donde eso no es el caso, la autoridad paterna no está completamente anulada. Por tanto, propongo introducir un tercer concepto de autoridad: la autoridad natural. La familia no es una quot;institución» en el sentido de que tenga que regirse por organigramas y estatutos, y que uno pueda afiliarse y desafiliarse de ella. Mas bien, la familia es un organismo natural. Es el ambiente al que pertenece cada ser humano por naturaleza, por nacimiento. Por tanto, los padres tienen autoridad sobre sus hijos por naturaleza, porque los hijos nacieron de ellos y son dependientes de ellos. Y los niños por naturaleza están conscientes de ello. Un niño no necesita legislaciones ni medidas de fuerza, para saber que sus padres tienen autoridad sobre él. (En un artículo posterior trataremos de las situaciones donde los niños parecen cuestionar la autoridad de sus padres.)

Una consecuencia de lo dicho es que un niño no necesita ningún entrenamiento para «reconocer la autoridad de sus padres». Los niños pueden necesitar «entrenamiento» para muchas cosas, en preparación para la vida: para ser responsables en sus quehaceres en la casa; para evitar peligros; para resolver conflictos; para estar dispuestos a compartir con otros y ayudar a otros; para sujetarse a un horario y cumplir compromisos; etc. Pero no necesitan ningún entrenamiento de obedecer a órdenes arbitrarias, con el único fin de demostrar «sumisión» bajo la autoridad de sus padres. Al contrario, una tal clase de entrenamiento destruye la personalidad de los niños. Además es contraproducente: Muchos de estos niños «provocados» y «desanimados», más tarde tienden a rebelarse contra la autoridad y las convicciones de sus padres.


Hablando ahora de cómo ejercer la autoridad paterna en la práctica, eso es tema de muchos libros, y existen muchas opiniones diferentes. Me limitaré a unas pocas ideas:

– Recomiendo estructurar nuestras exigencias en forma de reglas fijas o «leyes de la casa». Los niños son «provocados» o «desanimados» cuando les exigimos hacer caso a órdenes arbitrarias, caprichosas e impredecibles. En lugar de eso, fijemos unas reglas claras acerca de las responsabilidades de cada uno en los quehaceres de la casa; acerca de la conducta unos con otros; acerca de lo que sucederá si alguien rompe las reglas; etc. Eso da a los niños un marco seguro donde pueden saber qué es lo que esperamos de ellos.
Con eso seguimos el ejemplo de Dios quien dio a su pueblo unos mandamientos y leyes claramente definidos. Dios no es caprichoso en las órdenes que él nos da.
Entonces apliquemos la norma que rige también en la justicia secular: «Nadie puede ser castigado por algo que la ley no prohíbe.» – Y por supuesto que las reglas de conducta valen para los padres también.

– Por otro lado, las «leyes de la casa» no son mandamientos inconmovibles. Mientras que los niños son pequeños, los padres tendrán que establecer las reglas. Pero a medida que crecen, los niños deben ser involucrados en establecer o modificar las reglas. No nos neguemos a dialogar con ellos y a tomar en cuenta sus opiniones. Y si decidimos insistir en una regla determinada, estemos siempre dispuestos a explicar nuestras razones. Si no tenemos buenas razones para establecer una regla, probablemente la regla es innecesaria.

– No debemos prohibir expresiones legítimas de emociones, tales como llorar, gritar de dolor, o reírse a voz alta si algo es chistoso. Las emociones son importantes como indicadores y reguladores de nuestra salud psicológica; y reprimirlas nos hace daño. Lea por ejemplo cómo la gente en los tiempos bíblicos
expresaba su tristeza: No era suficiente con llorar; «rasgaron sus vestidos», o «se sentaron en cilicio y ceniza», o se quedaron ayunando varios días.
Lo que sí hay que enseñar a los niños, es distinguir entre expresiones apropiadas y no apropiadas de emociones. Por ejemplo, protestar o zapatear pueden ser expresiones legítimas de la ira. Pero el agredir a otras personas, o destruir cosas de otras personas, serían expresiones inapropiadas.

– Se debe dar lugar a las diferencias individuales entre los niños. «Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos. Si dijera el pie: «Porque no soy mano, no pertenezco al cuerpo», ¿acaso por eso no pertenece al cuerpo? Y si dijera el oído: «Porque no soy ojo, no pertenezco al cuerpo», ¿acaso por eso no pertenece al cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? Si el entero fuera oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero ahora Dios puso [para él] los miembros, cada uno de ellos en el cuerpo como quiso.» (1 Corintios 12:14-18) Ayudemos a cada niño a descubrir y desarrollar sus inclinaciones y talentos particulares. Ayudemos a cada uno a manejar los puntos fuertes y las debilidades de su carácter particular.
Al revisar algunos de los libros sobre educación que actualmente están de moda entre evangélicos conservadores, me llamó la atención que ninguno de ellos menciona la individualidad de cada niño, y el trato individual de Dios con cada niño. No hablan de animar a los niños a que busquen a Dios personalmente. No hablan de ayudarles a evaluar bíblicamente lo que uno les enseña, o de ejercer alguna otra forma de discernimiento. No hablan de ayudarles a formarse una opinión propia de un asunto, y defenderla. No hablan de ayudarles a desarrollar sus dones y talentos personales. No hablan de ayudarles a descubrir el llamado personal de Dios para sus vidas. Pero todo eso son aspectos importantes de un ejercicio sano de la autoridad que Dios nos ha dado, «para edificación y no para destrucción» (2 Corintios 10:8, 13:10). Ejercer autoridad buena significa contribuir a la edificación personal de cada uno, no presionar a todos dentro de un mismo molde.

– Al inicio hemos mencionado que los aspectos obvios de la autoridad paterna siguen vigentes «por lo menos hasta la adolescencia». Hay que entender que con la adolescencia ocurre un cambio fundamental en las relaciones entre padres e hijos. La adolescencia es una transición hacia la independencia. Las ventajas «naturales» de los padres disminuyen y empiezan a desaparecer. Tanto más importante es que los padres de hijos adolescentes tengan autoridad relacional y moral: una relación de confianza; integridad personal; sabiduría auténtica; etc.
Por eso, diversas culturas conocen ciertos ritos de transición al inicio de la adolescencia. En la cultura judía, eso se expresa en la ceremonia del «Bar Mitzwa» (a los 13 años para los muchachos, y a los 12 para las muchachas). La Biblia no la menciona explícitamente, pero se practicaba ya en los tiempos de Jesús. (Es el trasfondo para entender la historia de Jesús en el templo a sus 12 años, Lucas 2:41-52.) En esta ceremonia, el muchacho tiene que demostrar su conocimiento de los mandamientos de Dios, en una especie de examen. Después se le declara que a partir de ese momento, él mismo (y ya no sus padres) es plenamente responsable ante Dios por sus decisiones y actos. A partir de ahora, en muchos aspectos se le considera como mayor de edad.
Con eso viene también un cambio en la manera cómo se entiende la autoridad de los padres. Cuando los hijos llegan a la adolescencia, los padres dejan de ser sus guías absolutos, y pasan a ser consejeros y amigos mayores, respetados (cuando las cosas andan bien), pero ya no en la posición de demandar obediencia en cada caso.
Es por eso que por ejemplo el conocido psicólogo cristiano Dr.James Dobson – ¡a pesar de sus propias inclinaciones hacia el conductismo! – opina que el hijo pródigo en la parábola (Lucas 15:11-24) debe haber sido un adolescente; y que el padre hizo lo correcto en dejarlo ir. El hijo adolescente tenía el derecho de hacer sus propias decisiones y llevarlas a cabo; pero tenía también el deber de asumir las consecuencias de una decisión errada.

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