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La salud es personal

En estos tiempos, que «la verdad tropezó en la plaza» (y más aun en los medios de comunicación), me parece muy importante dar a nuestros niños desde el inicio una perspectiva sana y cristiana acerca de los asuntos importantes de la vida.

Por ejemplo la salud. Desde hace décadas ya se nos lava el cerebro, diciéndonos que «la salud es asunto del gobierno». De manera que hoy en día, mucha gente cree que el gobierno es el encargado de decirles cómo cuidar su salud, y qué hacer cuando se enferman. La palabra mágica que induce esta creencia, es «salud pública«. Este es el mismo truco como cuando a las escuelas gubernamentales las llaman «escuelas públicas»: En realidad quieren decir «Escuelas controladas por el gobierno». Y así también «salud pública» significa en realidad: «la salud controlada por el gobierno». (Vea también «El estado no es Dios».)

De hecho, algo así como «salud pública» no existe. La salud es un asunto personal. Solamente una persona individual puede diagnosticarse como «sana» o «enferma» en el sentido médico; pero no el «público» en general. Hasta hace poco, en los países civilizados regía el secreto profesional de los médicos: No era permitido que un médico divulgase datos acerca de los pacientes que trató, y acerca de su estado de salud. Solamente en los últimos años, los gobiernos del mundo exigen de una manera cada vez más agresiva el acceso y el control sobre las historias clínicas de la población, y empiezan a emitir órdenes discriminatorias basadas en el estado de salud o en los tratamientos recibidos.

En los países que disfrutaron de mayores libertades, la libre elección del médico siempre se ha considerado un derecho fundamental. O sea, que nadie se vea obligado a hacerse tratar por un médico desconocido, o por uno en quien no tiene plena confianza.
Obviamente, este derecho no existe en los países latinoamericanos, los que están acostumbrados a gobiernos autoritarios y enfatizan la «salud pública». En estos países, solamente las personas muy adineradas pueden darse el lujo de tener un «médico de cabecera». El pueblo común se ve obligado a acudir a las instituciones estatales, donde son asignados arbitrariamente a ser tratados por personas desconocidas; donde los pacientes son tratados como súbditos, y los médicos se creen pequeños reyes.
Nos debe dar que pensar que aun en Estados Unidos, un país donde la medicina está bastante avanzada, la tercera causa más frecuente de muerte es el tratamiento médico. Eso incluye no solamente los casos de negligencia médica o mala práctica. Incluye también muchos casos donde los médicos actúan correctamente según los protocolos estándar, y sin embargo, el tratamiento administrado tiene consecuencias mortales. De verdad, en muchos casos el tratamiento es peor que la enfermedad. ¿Y cuánto más en un país donde los médicos son tan privilegiados que raras veces tienen que responsabilizarse por sus errores; trabajan de manera menos concienzuda; y la burocracia estatal interfiere constantemente con los derechos de los pacientes?

En realidad, una buena relación personal de confianza entre paciente y médico es esencial para un exitoso proceso de sanación. Un médico de confianza no aplicará rutinariamente un protocolo prescrito por el gobierno. Evaluará la situación individual del paciente, las circunstancias particulares de su enfermedad o lesión, y las reacciones particulares de su cuerpo a determinados tratamientos. Informará al paciente verídicamente acerca de las opciones disponibles, sus potenciales beneficios y riesgos. Respetará las decisiones del paciente respecto a los tratamientos a seguir. Así también el paciente se siente tranquilo, está psicológicamente mucho mejor, y eso a su vez favorece su recuperación.
Pero no sucede así en las instituciones de la «salud pública». Quienes trabajan allí, no son realmente «trabajadores de salud»; son funcionarios del gobierno. Trabajan para implementar las políticas del gobierno, no para mejorar la salud de los pacientes. No se dan tiempo para tratar de entender la situación individual de cada paciente; y no asumen responsabilidad por los efectos adversos de sus tratamientos. Y a menudo están bajo la presión de metas burocráticas impuestas desde el gobierno y desde las grandes empresas farmacéuticas: tienen que alcanzar un número determinado de enfermedades respiratorias tratadas, de mujeres esterilizadas, de niños vacunados; tienen que vender un número determinado de dosis de ciertos medicamentos; etc. En un ambiente así, los pacientes se deprimen, y eso a su vez empeora su estado de salud.
Sí, existen también clínicas privadas; pero ésas funcionan a menudo según el mismo modelo como las instituciones gubernamentales. Además, muchas de ellas basan sus decisiones en la maximización de ganancias, y no en las necesidades de los pacientes. De hecho, los problemas del supuesto «sistema de salud» tienen mucho en común con los problemas del sistema escolar, que hemos tratado repetidamente en este blog.

Un conocido epidemiólogo estadounidense dijo:

La comunidad de los trabajadores de salud es una estructura muy autoritaria. La mayoría de los médicos no se informan mediante investigaciones originales, ni razonan por sí mismos. Solamente escuchan a los representantes de las empresas farmacéuticas (…), y así tienen un montón de conflictos [de interés].»

A la mayoría de los niños no les gusta ir al médico, y le tienen miedo. Podemos distinguir allí dos componentes diferentes:

1. El miedo al dolor, al sufrimiento.
Este es un miedo que debemos ayudar al niño a superarlo poco a poco, con mucha paciencia y comprensión. El dolor y el sufrimiento son una parte normal de la vida, y a veces incluso son necesarios para alcanzar una meta. Un trabajo físicamente exigente, una caminata larga, un entrenamiento deportivo intenso, también causarán dolor, igual como un tratamiento médico puede causar dolor. En este aspecto, los niños necesitarán aprender a ser seguidores de Jesús, quien «por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz» (Hebreos 12:2).

2. El miedo a la invasión de la privacidad de su cuerpo.
Este es un miedo justificado, que no debemos pasar por alto ni tomarlo a la ligera. Es natural que no querramos que otras personas toquen nuestro cuerpo de una manera que nos parece desagradable. Es este mismo miedo que protege al niño contra el abuso físico y sexual, porque hace que el niño se sienta alarmado y se dé cuenta de que algo está mal, cuando alguien lo toca de una manera indebida. Si hacemos callar esta alarma, y si damos a entender al niño que está mal sentir este miedo (por ejemplo en ocasión de un examen médico), entonces hacemos que se vuelva vulnerable hacia el abuso.
Esta es una razón más por qué el médico debe ser una persona de confianza; alguien a quien elegimos libremente a base de una relación personal. No es sabio ni seguro, dejar que nuestros niños sean examinados y tratados por personas desconocidas en una institución estatal despersonalizada.
Aun nosotros como adultos necesitamos recuperar nuestra autoestima respecto a nuestro derecho de decidir nosotros mismos acerca de nuestro cuerpo y nuestra salud. El principio del consentimiento informado, reconocido internacionalmente, define que nadie puede ser sometido a un tratamiento médico sin su consentimiento voluntario. El consentimiento se considera inválido si fue obtenido mediante manipulación, coerción, o la influencia de personas en posición de autoridad; o si el paciente no fue informado de manera verídica y completa acerca de los posibles riesgos. (Resumido según el artículo correspondiente en Wikipedia.) Esto es de suma importancia hoy en día, donde por presión o manipulación de «personas en posición de autoridad» se inyectan sustancias potencialmente dañinas en millones de personas, sin informarlos adecuadamente de que existe el riesgo de discapacidad e incluso de la muerte. Muchos de nosotros los adultos también nos hemos acostumbrado, cuando se trata de asuntos médicos, a apagar nuestra alarma interna que nos dice: «Me molesta y me da miedo que hagan eso con mi cuerpo.»

Si la salud es personal, y si el «consentimiento informado» tiene algún significado, entonces ningún gobierno tiene el derecho de declarar ciertas intervenciones médicas como obligatorias, y de prohibir otras. Aunque a mucha gente les parezca extraño, pero no necesitamos ninguna ordenanza gubernamental para cepillar nuestros dientes, lavar nuestras manos, o alimentarnos de manera saludable. Cada persona tiene el derecho de decidir en responsabilidad propia cómo manejar asuntos como estos, si darles importancia o no, o cuidar su salud de alguna otra manera.

Sugiero entonces, para llegar a una perspectiva más sana acerca de los cuidados de la salud, que primero bajemos a la profesión médica de su pedestal. Un médico no es un dios; no es omnisciente; y tampoco es un gobernante con el derecho de darnos órdenes. Un médico es simplemente alguien que ha estudiado mucho acerca de la salud y la enfermedad; pero también es un ser humano con sus puntos fuertes y sus fallas. Si es un buen profesional, entonces aplicará sus conocimientos sabiamente para ayudarnos a sanar, dentro de sus posibilidades y limitaciones. (Desgraciadamente, algunos médicos ni siquiera son buenos profesionales.) Pero al fin de cuentas, no es el médico que nos sana. El tratamiento médico solamente ayuda a nuestro cuerpo a realizar mejor sus propias funciones de curación, creadas por Dios; como por ejemplo las funciones del sistema inmunológico, o los mecanismos de restauración de tejidos para la curación de heridas.

En segundo lugar, sugiero que en lo posible busquemos opciones de tratamiento médico que sean independientes del sistema estatal. Sé que eso requiere un esfuerzo de buscar a personas idóneas, y que existen limitaciones financieras. Pero no es que por naturaleza sea más caro hacerse atender por un médico independiente. Mas bien, el sistema está sesgado por la política financiera del gobierno. (Tenemos aquí otra paralela a la situación respecto a la educación.) Cuando haya más personas que conscientemente busquen independizarse en cuanto a los cuidados de salud, entonces se crearán más oportunidades de trabajo para médicos independientes, y la medicina independiente se volverá también más sostenible económicamente. Si la salud es un asunto personal, debe tratarse en el marco de una relación personal.
¿Qué cualidades buscaría yo en un médico, para encomendarle mi salud? – La siguiente lista seguramente es incompleta, pero es un inicio:
– Que sea una persona íntegra y honesta.
– Que me respete como persona, y que respete mis derechos de paciente.
– Que demuestre, en su práctica, capacidades adecuadas de diagnóstico y tratamiento.
– Que respete el secreto profesional, no compartiendo mis datos y asuntos personales con terceras personas.

Si Ud. me dice ahora que no puede encontrar un médico según estos criterios, entonces pregúntese por qué. ¿Será que el sistema de la «salud pública» desalienta el desarrollo de las cualidades humanas en los médicos? Seguramente, algo está muy mal si un médico puede perder su trabajo por discrepar con la política del gobierno, mientras que ningún médico pierde su trabajo por tratar mal a sus pacientes. Con tanto más razón hay que volver a incentivar el trabajo de los médicos independientes. Donde los pacientes eligen libremente a sus médicos, los médicos tienen un incentivo para tratar bien a sus pacientes. Donde los médicos son funcionarios del estado, tienden a convertirse en la misma clase de burócratas despiadados como los que manejan las otras áreas del gobierno.

Y tercero, pero no menos importante, que devolvamos a Dios el lugar que le corresponde. Nuestros cuerpos no son propiedad del estado; son creación de Dios. Él es Señor sobre la salud y la enfermedad. En la enfermedad, busquemos primero a Dios y sólo después al médico. En este respecto, mi hijo nos enseñó una gran lección cuando tenía sólo tres años de edad. Jugando, se había caído de un árbol y se había lesionado los pies. Toda la tarde, el dolor era tan fuerte que no podía caminar. Oramos juntos a Dios, pero el dolor no disminuyó. Le dijimos: «Ahora tenemos que llevarte al médico.» – Él respondió: «No, prefiero confiar en Dios.» – Nosotros no estábamos felices con su respuesta, pero cedimos. Pedimos otra vez con más insistencia a Dios que lo sanara. Después dijimos: «Pero si mañana tus pies no están mejor, iremos al médico.» – En la mañana siguiente, nuestro hijito se despertó sin dolor y caminó normalmente.
Y en las situaciones donde sí necesitamos un médico, preferimos que también el médico tenga temor a Dios. Añadamos esto a la lista de los criterios de un buen médico.
Confiar en Dios, en mi opinión, incluye también hacer uso de las propiedades curativas de las plantas y de otros elementos de Su creación. Así podemos disminuir grandemente la dependencia de los medicamentos sintéticos, los que a menudo tienen efectos secundarios no deseados.
Y finalmente, si reconocemos a Dios como Señor, reconocemos también que Él es quien determina el fin de nuestra vida. La vida no es el máximo valor. – «Porque mejor es tu misericordia que la vida» (Salmo 63:3). – «Ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo …» (Hechos 20:24). – No tiene sentido dejar de hacer lo que Dios nos ha mandado (p.ej. trabajar; ayudarnos mutuamente; reunirnos para animarnos mutuamente en la fe), en el afán de quizás añadir con eso unos cuantos años a nuestra vida o a las vidas de otras personas. Desde la perspectiva de Dios no importa si nuestra vida es larga o corta, con tal que la vivamos para Su gloria. Jesús vivió solamente 33 años en esta tierra; pero Su vida tuvo el máximo impacto para la gloria de Dios. Aprendamos entonces «de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría» (Salmo 90:12); y enseñemos lo mismo a nuestros niños.

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