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La tortuga y la liebre – aplicado a la educación académica

La mamá liebre dijo a la mamá tortuga: «Veo que tu hijita tiene la misma edad como la mía. ¿Qué tal si hacemos una carrera, cuál de ellas llega más rápidamente a la universidad?»

La mamá tortuga respondió: «No me gusta mucho lo de las carreras. Sabes, nosotras las tortugas caminamos a nuestro propio paso. Y mi hijita es pequeña todavía. ¿Quién sabe si de grande realmente querrá llegar a la universidad? Si ella decide irse a otro lugar, yo no se le voy a impedir.»

«Como quieres», dijo mamá liebre. «Yo sí voy a encaminar bien a mi hija, y apuesto que va a llegar a la universidad antes que la tuya.»

Cuando la pequeña liebre tuvo tres años, sus padres la mandaron a recibir clases de lectura, y poco después la mandaron a escalar el Cerro de los Libros. Liebrecita era pequeña todavía y no podía bien escalar las gradas altas; muchas veces se tropezaba, se caía, y se lastimaba las rodillas. Pero papá y mamá liebre cada vez le llamaron desde abajo: «¡Adelante, hijita! ¡Tienes que ganar la carrera!»

Por mientras, Tortuguita se paseaba al lado de sus padres, comía del pasto rico que crece en el valle, y jugaba feliz con sus hermanos y hermanas. Cuando tuvo seis años y medio, llegó al pie del Cerro de los Libros, lo miró intrigada y dijo: «¡Qué cosa más extraña! Quisiera saber qué es eso, y qué significa.» – Papá tortuga respondió: «Bien, te lo voy a explicar.» – Y desde arriba gritó Liebrecita: «Ya tienes edad de estar en la escuela, ¿y todavía ni sabes leer?»

Medio año después, Tortuguita también sabía leer y comenzó a escalar el cerro. Lo hizo muy despacio, a su propio paso como lo hacen las tortugas. Pero por el buen pasto que había comido, y por el ejercicio que le habían provisto sus juegos de niña, sus piernitas ya estaban fuertes y firmes. Por eso, Tortuguita no tropezaba ni se lastimaba en el camino.

A sus diez años, Liebrecita ya se encontraba muy arriba en el cerro. «¡Tortuguita!» – llamó hacia abajo. – «¡Ya sé los nombres de todos los huesos del cuerpo humano! ¿Y tú?»
– «No soy humano» – respondió Tortuguita, – «¿qué haría yo con huesos humanos? Pero ya sé cómo usar mi caparazón para que no me coman las águilas.» – Liebrecita se asustó: «¿Hay águilas en este cerro?» – Es que se recordaba de que dos de sus hermanos mayores habían sido comidos por águilas, y no habían sido capaces de defenderse.

Un año después, Tortuguita llamó: «¡Liebrecita! ¿Quieres decirme los nombres de los huesos humanos?» – Liebrecita se sintió un poco avergonzada, porque ya los había olvidado todos. Pero respondió: «¡Eso no está en el currículo ahora! ¡Estoy ahora estudiando botánica! ¿Y tú?» – «Ah, con mi mamá estamos cultivando lechugas porque nos gustan mucho.» – ¡Lechugas! Eso le gustaba a la liebrecita también. Hace poco había aprendido el nombre científico de la lechuga, pero nunca había visto un campo de lechugas en vivo y directo. – «¡Si vienes acá abajo, te regalo un poco de nuestras lechugas!» – llamó Tortuguita. Pero antes de que Liebrecita pudo contestar, papá y mamá Liebre le llamaron desde lejos: «Hijita, ¡no te desvíes de tu camino! Tortuguita es una ignorante, y sus papás no saben nada de educación.»

Liebrecita comenzó a sentirse cansada. Había corrido todo el camino, y le faltó aliento. El caminar le causaba dolor, porque sus rodillas nunca se habían sanado completamente desde que se había caído tantas veces de pequeña. Se sentó debajo de las Rocas del Álgebra para descansar un poco. Pero apenas sus padres se dieron cuenta, le llamaron desde la distancia: «Hijita, ¡cómo puedes perder el tiempo de esta manera! ¿Has olvidado que estás en una carrera?»

Por mientras, Tortuguita avanzaba a su paso, tal como podía, a veces lento, a veces un poco menos lento. A veces descansaba para admirar el panorama que se veía cada vez más hermoso, a medida que llegaba más alto. Así llegó ella también a las Rocas del Álgebra y comenzó a escalarlas poco a poco, a su propio paso.

En ese momento, Liebrecita ya se encontraba más arriba en esas mismas Rocas. Pero puesto que intentaba recorrer el camino a toda velocidad, no pudo vencer las partes más escarpadas. Apenas había subido una parte, volvió a resbalar el mismo tramo hacia abajo. Mientras duraban estos intentos, Tortuguita ya se había acercado tanto que Liebrecita pudo ver los libros y cuadernos que ella llevaba en su mochila. Se quedó admirada: «¡Qué bonito cuaderno de álgebra tienes! ¿Me lo permites ver un rato?» – Tortuguita con mucho gusto le prestó su cuaderno. Entonces, tan rápido como pudo, Liebrecita copió todo lo que Tortuguita había escrito en su cuaderno, y lo entregó como trabajo suyo. Con eso le permitieron continuar su camino más arriba de las Rocas del Álgebra.

Algún tiempo después, Liebrecita llegó al campo de las Rosas de la Ciencia. Pero para entonces estaba tan agotada que no le quedaban fuerzas para caminar, ni para admirar los colores y olores de las Rosas. Solamente se chocaba contra ellas y sentía que las espinas le desgarraban la piel. Además no pudo soportar el aire enrarecido de las alturas. Se dejó caer donde estaba – por desgracia directamente sobre las espinas de una rosa -, y se quedó tendida allí.

Medio dormida, le parecía oír las voces de sus padres que le llamaban como desde otro mundo: «Hijita, ¡¿qué te pasa?! ¡No puedes quedarte tirada allí! ¡Estás en una carrera!» – Y al mismo tiempo le parecía oír otra voz, una que cantaba suavemente. ¿Fue eso realidad, o fue una alucinación? Por allí le parecía ver a Tortuguita atravesando el campo de las Rosas, y no se le notaba ningún cansancio. Avanzaba a su propio paso como lo hacen las tortugas, y ¡cantaba! De vez en cuando se detuvo para disfrutar del olor de una rosa, o para admirar los colores de otra. Las espinas no le molestaban por nada.

Cuando Liebrecita volvió en sí, Tortuguita ya había desaparecido de la vista. «¡Estoy perdiendo la carrera!» – exclamó Liebrecita, asustada. Juntó las pocas fuerzas que le habían quedado, y avanzó por en medio de las rosas espinosas, tambaleando como ebria. Continuó así por no sé cuánto tiempo, hasta que un día dijo: «Este lugar me parece conocido. ¿No he pasado ya alguna vez por aquí?» – Y de hecho, se encontraba ante aquella misma rosa aplastada sobre la cual se había desmayado hace más de un año. ¡Había caminado en círculos todo ese tiempo!

Tortuguita llegó con facilidad hasta las puertas de la universidad. Allí se detuvo por un buen rato, reflexionando si debía entrar o si debía tomar otro camino. Entonces vio que en el patio de la universidad florecían también unas cuantas Rosas de la Ciencia que le gustaban tanto. Y dijo: «Voy a entrar, tal vez voy a aprender más cosas interesantes acerca de estas rosas.»

Cuando Tortuguita ya había pasado unos años en la universidad, llegó Liebrecita. Vio a Tortuguita desde lejos, y por vergüenza no se atrevió a acercarse. Pero Tortuguita ya la había visto. «¡Liebrecita! ¡Qué bueno verte aquí!» – «Tortuguita …» dijo Liebrecita y bajó la mirada. «Me has ganado.» – «¿Ganado? ¡Pero si yo no estoy en competencia con nadie! Tú sabes que no me gustan las carreras. Yo avanzo a mi propio paso, como lo hacemos las tortugas.»

Más tarde, Tortuguita llegó a trabajar cuidando y cultivando Rosas de la Ciencia todo el día, y eso la hizo muy feliz. Liebrecita también obtuvo su título de profesional; pero no fue tan feliz. Toda su vida sentía que tenía que correr y agotarse para ganar a alguien, y así el ejercicio de su profesión fue un calvario para ella. Y nunca aprendió a defenderse de las águilas, ni a cultivar lechugas o rosas.

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¿Cuántas horas académicas necesita un niño?

Este año tuve la experiencia grata de que mi hijo de 16 años pudo empezar a estudiar la carrera universitaria que él mismo había elegido. Aprobó el examen de admisión en el primer intento, en una universidad que tiene la reputación de ser una de las más exigentes en cuanto a su examen de admisión.

Ahora, las personas que no conocen nuestros métodos educativos, asumen que seguramente él tuvo que «chancar» día y noche, quizás durante años, para lograr este éxito. ¡Al contrario! A base de las investigaciones existentes acerca del desarrollo del niño, sabemos que su éxito se debe precisamente al hecho de que hemos limitado sus horas académicas, sobre todo durante sus años de primaria.
(Para entender las bases científicas y metodológicas de esta afirmación, lea el resumen de «Mejor tarde que temprano», y «La Fórmula Moore», por Raymond y Dorothy Moore.)

Durante toda la niñez de nuestros hijos, o sea hasta la edad de 13 años, no recuerdo que alguna vez hayamos tenido más que una sola «hora académica» por día con ellos. Lo llamábamos «el tiempo de hacer tareas con papá (o mamá)». (Para los lectores no familiarizados con nuestros métodos: Nuestros hijos recibieron toda su educación primaria en casa, y también la mayor parte de su educación secundaria.)
En estos tiempos solíamos introducir algún tema nuevo de la matemática, del lenguaje, de la Biblia, de las ciencias, u otro; o resolvíamos unos ejercicios que nuestros hijos no podían hacer sin nuestra ayuda. Todo el resto del tiempo estaba dedicado a trabajos y proyectos prácticos, la exploración libre, o juegos, tomando muy en cuenta los intereses propios de los niños.

  • Muchos juegos tienen un gran valor educativo. (Vea p.ej. «La matemática de los juegos y los juegos de matemática», y los artículos siguientes.)
  • La «exploración libre» incluía tanto expediciones al campo y experimentos científicos, como mucha lectura independiente por parte de los niños. A ellos les gustaba mucho leer, así que constantemente buscaban nuevos libros sobre temas que les interesaban. Y esta motivación por la lectura se debe a que nunca presionamos a nuestros hijos a leer. Los niños escolares están desmotivados porque fueron obligados a leer, mucho antes de que su cerebro alcanzó la madurez necesaria para ello, y con métodos que se parecen más a un entrenamiento de loros o a un arrear de esclavos. ¡No extraña que ellos no puedan encontrar nada placentero en la experiencia de leer! (Vea también «¿Cómo aprenden a leer?»)
  • Los proyectos prácticos son mucho más adecuados a las necesidades de un niño que el estudio con libros y cuadernos; porque los niños son esencialmente aprendedores concretos. Ellos necesitan ver, tocar, manipular, probar, armar y desarmar, para aprender.

En la adolescencia comienza a desarrollarse el razonamiento abstracto, y la capacidad de analizar sistemáticamente las reglas de la gramática, las leyes científicas, etc. Para tener éxito en este análisis sistemático, el adolescente necesita poder referirse constantemente a un gran tesoro de experiencias prácticas que acumuló anteriormente, en su niñez.

Por eso, lo que el niño en edad de primaria más necesita, es la exploración libre y los trabajos prácticos. Si un niño tuvo muchas oportunidades de divertirse con agua y arena, de hacer experimentos con pelotas y palancas, o de armar y desarmar sus propias máquinas, entonces no le será difícil entender las leyes de la física cuando sea adolescente. Si encontró placer en leer libros por su cuenta, y tuvo un contacto natural con diversas formas del lenguaje, entonces no dificultará con las reglas de la gramática cuando sea adolescente. Pero no le aprovecha si le obligamos a memorizar los resultados de tales sistematizaciones antes del tiempo.

Es una observación psicológica que un niño o adolescente no puede «saltar» ninguna etapa en su desarrollo. Y si lo intenta (o si es obligado a hacerlo), más tarde sentirá la necesidad de «recuperar» la etapa perdida. Permitamos a los niños ser niños; y entonces actuarán también en la adolescencia y en la edad adulta de acuerdo a su edad. Pero si obligamos a los niños a ser pequeños adultos (estudiando conceptos demasiado abstractos), de adultos sentirán una necesidad irresistible de comportarse de manera infantil. ¿No podemos observarlo ya en la actual generación de jóvenes adultos?

Ante este trasfondo es realmente deprimente ver lo que hace el sistema escolar. Si el rendimiento de los alumnos es «bajo», los profesores y funcionarios escolares siempre tienen la misma respuesta: ¡Más horas académicas! (Vea también: «Más cárcel para los niños».)

horasAcademicas

Desde la experiencia de muchos años, ofreciendo ayuda y refuerzo para niños escolares, sé que en realidad este «remedio» es la enfermedad. Muchos niños sufren de problemas de aprendizaje porque tienen demasiadas horas académicas. Están estresados, nerviosos y agotados por la sobrecarga escolar. Como demuestran las evaluaciones de los alumnos de secundaria (como el conocido estudio PISA), este sistema no tiene ningún provecho académico. Miles de profesores y millones de alumnos desperdician su valioso tiempo (y el dinero de nuestros impuestos) en miles de horas académicas mal concebidas y superfluas, que no producen ningún verdadero aprendizaje. ¿Será que alguna vez algún planificador escolar se ponga a reflexionar sobre los efectos negativos que este sistema tiene sobre la economía?

Pero yo prefiero considerar el asunto desde el punto de vista del bienestar del niño. Es una forma de maltrato infantil, someter a un niño a esta sobrecarga de horas de clase improductivos, y todavía a tantas horas más de tareas en casa. En vez de maltratarlos con aun más clases y tareas, deberíamos darles un descanso y permitirles aprender de acuerdo a sus necesidades. La experiencia de nuestros hijos ha demostrado que un niño puede rendir más, con mucho menos esfuerzo y menos estrés, si tan solamente le permitimos ser niño, le ofrecemos actividades prácticas, y no lo sobrecargamos ni con horas académicas ni con contenidos demasiado abstractos. Un niño necesita mucho menos horas académicas de lo que usted piensa.

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¿Qué es «calidad educativa»? (Parte 1)

Muchos colegios privados dicen en su propaganda que ofrecen «calidad educativa». También en el sistema escolar estatal se habla mucho de «mejorar la calidad educativa». Pero ¿qué entienden con «calidad educativa»? Muchas veces, lo que en realidad quieren decir, es solamente que quieren aumentar las horas académicas, o que quieren aumentar la cantidad de conocimientos que los alumnos tienen que memorizar a la fuerza. Como veremos más abajo, esto es lo contrario de «calidad». Mucho de lo que se ofrece o se exige bajo el nombre de «calidad educativa», no merece este nombre. Por tanto, me parece importante aclarar en qué consistiría unaverdadera calidad educativa.

En esta primera parte, despejaremos unos malentendidos y conceptos erróneos acerca de lo que es «calidad educativa».

Calidad educativa no es «notas escolares».

Un concepto tradicional dice que una escuela es de buena calidad si sus alumnos logran notas altas en los exámenes estandarizados. Hay que decir varias cosas en contra de esta noción:

a) Las notas escolares y los exámenes tienen muy poca correlación con las capacidades efectivas o la inteligencia efectiva de los alumnos. Un examen escolar mide en primer lugar la capacidad del alumno para resolver tales exámenes – y no mucho más que esto. Las capacidades de expresión lingüística, o de pensar matemáticamente, no se pueden medir marcando casillas en un cuestionario de selección múltiple. Esta es una falacia fundamental en los sistemas de evaluación escolar, y existen muchas investigaciones acerca de este tema, de manera que amerita otro artículo aparte. (Será para otra oportunidad.)

b) Las notas escolares y los exámenes tienen muy poca correlación con la clase de educación que los alumnos reciben en la escuela. Hay muchos otros factores que influencian en su desempeño; más notablemente el entorno familiar, el ritmo individual de desarrollo, y la actitud personal del alumno. Las escuelas más exigentes y «mejores», normalmente tienen alumnos que por naturaleza son más ambiciosos, y cuyos padres se preocupan más por el éxito académico de sus hijos. Además, la mayoría de estas escuelas se aseguran mediante exámenes de ingreso, de que recibirán solamente alumnos que están adelantados en su desarrollo mental, respecto a su edad cronológica. Entonces, si los alumnos de tales escuelas destacan en los exámenes estandarizados, esto no es el mérito de la escuela; es el mérito de las cualidades que los alumnos ya traen consigo, y de sus entornos familiares.

Harriet Pattison presenta resultados de investigación que demuestran que el éxito académico es fuertemente relacionado con la familia, pero no tiene relación con la escuela:

«Dos investigadores británicos, Desforges y Abouchaar, (…) compararon los resultados del mayor número posible de investigaciones acerca del rendimiento escolar. (…) Los resultados demostraron muy claramente que el factor principal que afecta el rendimiento escolar de los niños, es lo que hacen los niños en casa!
Ellos presentan el siguiente resumen: ‘El hallazgo más importante es que el involucramiento paternal, en la forma de ‘buena paternidad en casa’, tiene un efecto positivo significativo sobre el rendimiento de los niños, incluso después de eliminar todos los otros factores que podrían influenciar los resultados.’ – Y es importante notar que ‘todos los otros factores’ ¡incluye la calidad de la escuela!
Ahora, ¿qué es lo que ellos quieren decir exactamente con ‘buena paternidad’? Bien, ellos no están hablando acerca de la clase social o los recursos financieros de los padres. Ellos no están hablando acerca del nivel educativo de los padres, ni acerca de la ayuda para hacer las tareas escolares. Ellos describen la ‘buena paternidad’ de esta manera: ‘Provisión de un entorno seguro y estable, estimulación intelectual, conversaciones entre padres e hijos, una vida ejemplar según valores constructivos sociales y educativos, y altas aspiraciones en cuanto a la satisfacción personal y la buena ciudadanía.’
(…) Desforges y Abouchaar siguen concluyendo que es esta ‘buena paternidad’ la que capacita a los niños para aprender en la escuela. Pero ellos usaron solamente investigaciones acerca de niños que asisten a una escuela. Entonces, ellos partieron de la suposición de que la asistencia a una escuela sigue siendo necesaria para poder aprender. Alan y yo estábamos examinando el ‘grupo de control’, investigando a niños que aprenden sin asistir a una escuela. Y nuestra conclusión fue que sí, esta ‘buena paternidad’ es lo que los niños necesitan; pero no encontramos ninguna evidencia de que la escuela fuera también necesaria. (…) Los niños educados en casa sacaron aun beneficios mucho mayores de esta buena paternidad.»
(Harriett Pattison, «What’s special about home educating families?», exposición, 2007)

c) Las notas escolares no miden el progreso individual del alumno; solamente comparan alumnos con otros alumnos, o con estándares normados. Un alumno puede rendir bien en un examen por una variedad de razones: porque aprendió algo en la escuela, o porque estudió por su propia cuenta, o porque sus padres le enseñaron, o porque ya tenía buenos conocimientos antes de entrar a la escuela. Las notas escolares no permiten distinguir entre estos distintos casos.
Por ejemplo, una escuela que selecciona a sus alumnos mdiante exámenes de ingreso exigentes, se asegura de antemano de que recibe solamente alumnos de buen rendimiento. Entonces, es lógico que estos alumnos saquen mejores notas en los exámenes estandarizados – pero no porque la escuela les hubiera ayudado a mejorar, sino porque ya habían sido mejores antes de entrar a esa escuela. Una tal evaluación no mide la calidad de la escuela; mide la calidad de los alumnos, independientemente de la escuela.

El Perú tiene una forma particularmente extraña de evaluar la «calidad educativa» de sus escuelas: Cada año se toma un «examen censal» en matemática y en comprensión de lectura a todos los alumnos de segundo grado de primaria – ¡solamente de segundo grado! O sea, la mayoría de estos alumnos tienen apenas siete años. Según lo que se sabe acerca del desarrollo del niño (vea «Mejor tarde que temprano»), muchos de estos niños todavía no deberían ni siquiera estar en la escuela, ni deberían ser obligados a leer o a efectuar operaciones matemáticas. Por tanto, tales evaluaciones no tienen sentido para evaluar la calidad de las escuelas. A lo máximo, si miden siquiera algo, miden el elevado porcentaje de niños para quienes la escuela es una tortura, porque fueron obligados a asistir a ella a una edad demasiado temprana.
Un indicador un poco más sensato se obtendría si se investigara, por ejemplo, cuántos de estos alumnos que no sabían leer en segundo grado, lo aprenden hasta terminar el sexto grado. Pero como vimos arriba, aun el logro de aprender a leer o a calcular, no es necesariamente el mérito de la escuela, porque depende mucho más de factores personales y familiares.

Calidad no es cantidad.

Otra noción equivocada dice que una escuela es de buena calidad cuando los alumnos tienen una gran cantidad de horas académicas y de tareas para hacer en casa. Esto es «cantidad», pero no es «calidad».

Un niño, para desarrollarse de manera sana, necesita un equilibrio entre tiempos de descanso, de movimiento físico, de trabajos manuales y creativos, de jugar, y de estudio intelectual. (Vea «Cuando el cerebro no tiene manos».) Cuando es obligado a pasar todo su tiempo con estudios intelectuales, su desarrollo se desequilibra, el niño se agota, y al final de cuentas aprende menos. Efectivamente, los niños educados de manera equilibrada, por ejemplo según la Formula Moore, necesitan un total de mucho menos horas académicas para llegar al mismo nivel de comprensión como los niños educados únicamente con libros y cuadernos. Una educación que necesita una sola hora académica para alcanzar un conocimiento o una capacidad determinada, es mucho más eficaz que la escuela tradicional que necesita cinco horas académicas para alcanzar lo mismo. Si la eficacia indica calidad, entonces una educación equilibrada es de mejor calidad que una educación que requiere una gran cantidad de horas académicas.

Calidad educativa no es ingresar a la universidad.

Otro concepto equivocado dice que una educación de mayor calidad es la que produce el mayor porcentaje de ingresantes a la universidad. Este concepto se basa en dos ideas erróneas: que todas las formaciones profesionales que no son universitarias, no tengan valor; y que todos los jóvenes deberían ingresar a la universidad.

¿Cómo podría funcionar una sociedad donde todos tienen una profesión universitaria? No tendríamos ropa, ni casas, ni muebles, ni alimentos, ni medios de transporte; porque la producción de todos estos bienes requiere el trabajo y el conocimiento de muchos oficios que no son universitarios. El problema es que la sociedad actual no valora estos oficios, y por eso son mal pagados y no cuentan con una formación profesional. Pero ¿para qué sirve si un arquitecto o ingeniero diseña una casa hermosa, si después el albañil, el electricista y el gasfitero la construyen mal porque nunca aprendieron a ejercer su oficio bien?

En este aspecto, el sistema suizo de aprendizajes es un sistema ejemplar. En Suiza existen aprendizajes profesionales de tres o cuatro años para casi cualquier oficio: carpintero, gasfitero, panadero, electricista, mecánico, cocinero, etc. Los jóvenes ingresan a estos aprendizajes después de ocho o nueve años escolares. Cuatro días a la semana aprenden su oficio en la práctica hasta perfeccionarlo, trabajando con un maestro del oficio respectivo. Un día a la semana van a una escuela especializada para aprender la teoría correspondiente. Así, cada oficio tiene valor profesional. Por eso, en Suiza no se construyen techos con goteras, ni muebles que se rajan después de pocas semanas, ni se preparan comidas que causan enfermedades al consumirlas.

Muchos jóvenes simplemente no tienen la inclinación intelectual que se requiere para una formación universitaria, y se sienten mucho más a gusto cuando pueden trabajar con sus manos, o tratar con personas. A ellos habría que darles la oportunidad de desarrollar y profesionalizar sus talentos manuales, interpersonales o artísticos, en vez de obligarlos a estudiar una carrera universitaria que no es adecuada para su personalidad.

En el presente ya hay un gran número de profesionales universitarios que están desempleados o no tienen un trabajo correspondiente a su especialidad. Por ejemplo, según una guía de orientación editada por el ministerio de educación del Perú, solamente 66% de los profesores de primaria trabajan en su especialidad, 44% de los contadores, y solo 32% de los profesionales en cómputo e informática. (Según «¿No sabes qué estudiar?», 2009.) Los autores intentan explicar esto con que los estudiantes de estas especialidades no hayan tomado en cuenta las demandas del mercado laboral al elegir su carrera. Pero esto no explica, por ejemplo, el muy bajo porcentaje de profesionales en cómputo e informática que trabajan en su especialidad, a pesar de que ésta es una de las profesiones más solicitadas por las empresas (según la misma guía de orientación). Tenemos que concluir que muchos jóvenes que eligieron esta carrera, desde el inicio estaban en el lugar equivocado. Su educación de (supuesta) calidad los preparó para ingresar a la carrera; pero no los preparó para conocerse a sí mismos lo suficiente para elegir su carrera de una manera más sensata.

Según la Oficina de Estadísticas Laborales (Bureau of Labor Statistics) en los Estados Unidos, diecisiete millones de personas en aquel país se han graduado de una universidad sin que esto les haya servido para algo, porque trabajan como mozos en restaurantes, como guardianes en playas de estacionamiento, como vendedores en tiendas, y otros trabajos que no requieren ningún estudio universitario. Un sistema escolar que manda a millones de estudiantes a las universidades, solamente para que después se queden sin trabajo en su especialidad, ¡ciertamente no es un sistema de calidad!

En una segunda parte propondremos unos criterios de lo que sí constituiría una verdadera calidad educativa.

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