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Que no gobierne la iniquidad en nuestras familias y escuelas

El apóstol Pablo nos advierte acerca de la venida de un «hombre del pecado», al que también llama «hombre de iniquidad» (2 Tesalonicenses 2:3-10). Dice que él «se sienta en el templo de Dios, como si fuera Dios».

No es solamente una predicción acerca del futuro, porque dice también: «El secreto de la iniquidad ya está obrando.» Esta advertencia tiene sus aplicaciones para el presente, en nuestra práctica educativa.

La palabra «iniquidad», en estas citas, es una traducción imperfecta de la palabra griega «anomía». Significa literalmente «sin ley». O sea, el apóstol nos está advirtiendo en contra de un gobierno sin ley.
Eso es algo cualitativamente diferente de la simple «maldad». No es simplemente hacer algo que la ley prohíbe. Es una actitud de rechazo fundamental contra la ley. Su objetivo es que ni siquiera exista una ley.

Tenemos que entender que en el contexto bíblico, «ley» se refiere al orden de Dios, no del hombre. La «ley» es la definición de lo que es bueno y lo que es malo. A esta ley tienen que someterse aun los gobernantes más poderosos. Por eso dice en Deuteronomio 17:18-20:

«Y cuando (el rey) se siente sobre el trono de su reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta ley (…); y lo tendrá consigo, y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer al Señor su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra; para que no se eleve su corazón sobre sus hermanos, ni se aparte del mandamiento por la derecha ni por la izquierda (…)»

Este es el principio fundamental del estado de derecho, que fue redescubierto recién en los tiempos de la Reforma. A consecuencia de las ideas de la Reforma, basadas en la Biblia, se formó en Inglaterra el primer estado de derecho constitucional moderno. En un estado de derecho, el poder del gobierno está limitado. La ley sirve para proteger al pueblo contra los excesos y abusos que podrían cometer los gobernantes.

Este mismo principio vale también para el «gobierno» de nuestros ambientes educativos: la familia y la escuela. Tienen que existir unas «leyes», unas reglas que nos dicen qué es permitido y qué no. Estas reglas no pueden ser arbitrarias: tienen que expresar adecuadamente lo que es bueno y lo que es malo. No pueden cambiarse según el capricho de los padres o profesores. Y tienen que valer para todos; no se puede hacer «acepción de personas».
Para que la convivencia funcione aun en momentos de conflictos, tienen que aplicarse unos principios fundamentales del derecho. Por ejemplo:
Nadie puede ser castigado por algo que la ley no prohíbe; y nadie puede ser obligado a hacer algo que la ley no manda. O sea, no se pueden aplicar medidas o incluso castigos de manera arbitraria; tienen que ser fundamentadas en la ley.
Toda persona acusada tiene derecho a un proceso justo. O sea, tiene derecho a defenderse, a explicar su punto de vista y sus razones, a exigir pruebas que justifican la acusación, y a presentar pruebas a su favor, si considera que la acusación no es justificada.

A algunos lectores les parecerá extraño, hablar de estos principios en el contexto de una familia o escuela. Si soy padre, madre, o profesor(a), ¿no puedo tratar a los niños como a mí me parece bien?

Pero en nuestro pequeño ambiente educativo, tenemos que encontrar soluciones a los mismos problemas como la sociedad en lo grande: ¿Cómo mantenemos la armonía y la justicia en la convivencia unos con otros? ¿Y cómo protegemos a los que no tienen poder, contra excesos y abusos de parte de quienes lo tienen?
Si en nuestro ambiente pequeño no sabemos solucionar adecuadamente estos asuntos, ¿cómo esperamos que nuestros hijos o alumnos los solucionen más adelante en la «sociedad grande»?

En el presente puedo observar dos formas de «anomía». Una de ellas es obvia: la actitud de que «todo es permitido». O sea, el libertinaje y la educación antiautoritaria, donde no se impone ningún límite, y cada uno puede hacer lo que le da la gana. – En realidad, ninguna sociedad puede vivir de esta manera, porque muy pronto se produciría una guerra de todos contra todos. Pero como actitud, esta forma de «anomía» existe en muchas personas.

La segunda forma de «anomía» es más difícil de detectar. A menudo pasa incluso por «disciplina» o «respeto». Me refiero a las formas de gobierno arbitrario, donde padres, profesores, o gobernantes dan órdenes arbitrarias, y esperan que se les obedezca inmediatamente y sin cuestionar. Por ejemplo, un niño pequeño derrama accidentalmente un montón de piezas diminutas de un juego sobre el piso, y aparentemente no puede o no quiere recogerlas. Entonces el padre o el profesor señala arbitrariamente a algún otro niño: «¡Levántaselo!» – Y si al niño se le ocurre preguntar: «¿Por qué yo?», se le acusa de «desobediente» o «irrespetuoso».

En realidad, las dos formas de «anomía» están estrechamente relacionadas entre sí. En ambas gobierna la arbitrariedad. Ambas producen una permanente inseguridad en las personas que están sujetas a un tal sistema. Nunca se puede saber qué consecuencias tendrá una acción. Desde la perspectiva de un niño: Si derramo mi leche, ¿qué va a pasar? Un día me pegan; el otro día llaman a mi hermana para que lo limpie; el tercer día nadie dice nada. – Si quiero salir a jugar en la tarde, ¿qué pasa? Un día me dicen que no, que tengo que ayudar a mamá. El otro día no dicen nada, y puedo quedarme afuera hasta tarde en la noche. Y el tercer día me dejan salir, pero después de media hora viene a buscarme papá y me dice enojado, por qué no he regresado antes.

Aunque algunas personas llamen a eso «disciplina», en realidad produce lo contrario de una vida disciplinada. Destruye todo sentir de orden y justicia. Produce desorientación y conflictos. Si la única norma de lo bueno y lo malo es «si me van a castigar o no», no puede desarrollarse una conciencia saludable. Aun menos, si los castigos son imprevisibles y no siguen reglas establecidas. (En un ambiente de libertinaje, oficialmente no existen «castigos». Pero las reacciones, a veces violentas, de los hermanos y compañeros serán percibidas como «castigos».)

Para tener un «buen gobierno», deben existir unas reglas claras acerca de la convivencia, acerca de lo que se permite y lo que no se permite, y acerca de los derechos y deberes de cada uno. Y las reglas deben aplicarse de manera consecuente y justa. Así creamos una «seguridad jurídica», lo cual es importante para una convivencia armoniosa y para desarrollar un sentido sano de lo que es bueno y de lo que es malo. Especialmente los niños necesitan un ambiente previsible, donde pueden entender cómo está estructurado el día, cómo se siguen los sucesos unos a otros, y cuáles serán los resultados (positivos o negativos) de sus actos.

Acerca de la implementación práctica de este principio, habría mucho que decir. Deseo añadir solamente unos cuantos pensamientos:

«La ley» no es igual a «legalismo». La idea no es que nuestras familias tengan que convertirse en «instituciones» donde cada detalle de la vida está reglamentado. La base siempre debe ser la relación de confianza entre todos. Cuánto más confianza hay, menos leyes se necesitan. Donde abunda la desconfianza, allí abundan las leyes y los reglamentos.
Pero cuando la confianza mutua está establecida, entonces las reglas nos dan un marco de seguridad que nos dice cómo proceder en casos de conflicto. Y a la vez podemos saber que dentro de este marco existe libertad. Por ejemplo, si hay reglas que establecen las obligaciones de los niños, ellos pueden también saber que nadie interrumpirá su tiempo de juego para imponerles algún deber que no figura entre sus obligaciones.

«La ley» es para proteger a los débiles contra los fuertes. Tristemente, este hecho se ha olvidado hoy en día, aun en la «sociedad grande», y especialmente en el contexto latinoamericano. Más común es la creencia de que la ley es un instrumento en las manos de los gobernantes, para asegurarles su poder sobre el pueblo. Como diagnostica el evangelista argentino Alberto Mottesi:

«En general el gobernante hispanoamericano no se sujeta a la ley, particularmente si es una ley de su propia hechura. Nuestra filosofía de gobierno es de corte maquiavélico: el gobernante es el que hace la ley. Se inspira en el iluminismo francés que cambia el absolutismo de la monarquia («l’Etat c’est moi», el Estado soy yo) por el de la rebelión contra el orden establecido. La Revolución Francesa no reconocía, según Bakunin, «ni Dieu ni maitre», ni Dios ni amo.
Aunque nuestros países usan la forma constitucional norteamericana, no se ha comprendido el espíritu que la anima. Por eso nuestras imitaciones no han funcionado. (…) Entre nosotros tanto los gobernantes como los gobernados suelen violar la ley si no hay una vigilancia y una amenaza de castigo de por medio. Es que creemos que la ley es de hechura humana, que el gobierno otorga derechos. No debe extrañar que veamos al gobernante como a un potentado que debe aprovecharse lo más posible de la oportunidad, mientras la tenga.»
(Alberto Mottesi, «América 500 años después»)

Quizás por eso dificultamos tanto en el «gobierno» de nuestras familias: porque aun la «sociedad grande» no nos da ningún ejemplo bueno. Estamos rodeados de arbitrariedades, de injusticias, y de apariencias falsas. Creo que la única salida consiste en adentrarnos en la palabra de Dios, especialmente el Nuevo Testamento. Observemos cómo se practicaron allí la sinceridad y transparencia, la imparcialidad, la protección de los débiles, etc. Observemos también las palabras fuertes con las que Jesús y los apóstoles denunciaron las prácticas de aplicar la ley según su forma, pero no según su espíritu; poniéndola al servicio de los intereses de los poderosos, en contra de su intención verdadera. Fijémonos en el contraste entre lo que enseñaron y practicaron los hombres de Dios, y lo que se considera «normal» en nuestras sociedades (inclusive en nuestras iglesias). Dejémonos capacitar por Dios para dejar atrás las «normalidades» de este mundo (aun de las iglesias), y para entender la clase de vida que él quiere darnos. Así podremos establecer una verdadera alternativa a esta sociedad.

No creamos que «la ley» pueda producir personas buenas. Con todos los beneficios que tiene una vida ordenada con reglas, no debemos pensar que ése sea el medio para que los niños lleguen a ser «personas buenas». «La ley» puede solamente ordenar nuestro ambiente externo, y nuestro comportamiento visible; pero no nuestras actitudes, no nuestro «corazón». Como dijo Heinz Etter: «Lo bueno se puede hacer sólo voluntariamente». Leyes y reglas pueden frenar la maldad; pero no pueden producir bondad. Eso lo puede hacer sólo Dios, cuando él mismo toca la conciencia y el corazón de una persona. (Eso se refiere no solamente a los niños. ¡Nosotros también necesitamos el toque de Dios para ser buenos educadores!)
Por eso no sirve establecer como «regla», por ejemplo, que hay que saludar amablemente, que hay que decir «gracias», o que hay que ayudar al hermanito pequeño a guardar sus juguetes. Con eso no produciremos ni amabilidad, ni gratitud, ni solidaridad; solamente la hipocresía de aparentarlo con actos externos.
Reglas útiles son las que nos ayudan a estructurar nuestra vida, y las que nos protegen contra los peligros que nosotros mismos podemos causar, y contra las maldades de otras personas. En cambio, los asuntos de las actitudes y del corazón se manejan mejor en el contexto de una relación personal de confianza mutua, y buscando juntos a Dios. Es la bondad de Dios, no la ley ni el castigo, que nos guía al arrepentimiento (Romanos 2:4).

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Educación para la responsabilidad

En el artículo anterior enumeré unos aspectos de la educación actual, que producen irresponsabilidad en los niños. ¿Qué podemos hacer entonces para educar a los niños a ser responsables?

Las primeras pautas son obvias: Hacer lo contrario de lo que describí en el artículo anterior.

  • No maltratar a los niños. Tratarlos con respeto, aun cuando tenemos que corregirlos.
  • Mantener un orden previsible en nuestras actividades y en nuestro ritmo de vida; tener reglas claras; cumplir con los acuerdos hechos.
  • No intente controlar cada detalle de la vida de los niños. Deles espacio para hacer decisiones propias y desarrollar preferencias propias.
  • No hacer exigencias irrazonables. Asegurarnos de que los niños sean plenamente capaces de cumplir lo que exigimos de ellos.
  • No permitir que un deber se cumpla solamente «según la apariencia». Demostrar con nuestro propio ejemplo, que lo que somos en realidad, es más importante que las apariencias exteriores.

Añadiré unos pensamientos adicionales:

El orden y las reglas de la casa

El orden que necesitamos para la vida familiar (y escolar), tiene varios aspectos. Algunos de ellos son:

Estructurar el tiempo; o sea, tener un horario. Como mínimo, deben fijarse la hora de levantarse, y las horas de las comidas, para que puedan servir como «puntos de encuentro» de la familia. Y entonces, si queremos que los niños aprendan a ser responsables, no vamos a ir a despertarlos cuando es la hora. Que aprendan a levantarse por sí mismos. Que decidan ellos mismos si podrán despertarse solos, o si necesitarán un despertador. Solamente tendrán que saber que si se levantan tarde, podrán sufrir unas consecuencias; por ejemplo que se pierdan el desayuno. – Con niños pequeños, puede ser necesario fijar también una hora de acostarse, para asegurar que tengan suficiente descanso. Con niños mayores es mejor que ellos mismos decidan a qué hora tendrán que ir a dormir, para poder levantarse a tiempo.
Puede ser bueno fijar también horas para hacer trabajos en la casa, para hacer deberes escolares, y para el tiempo libre, de juego, etc. Y si hemos fijado tales horas, entonces nosotros como padres también debemos cumplirlos. Por ejemplo, no podemos exigir que un niño nos ayude con un trabajo en la casa cuando es su tiempo libre. (El niño podrá decidir voluntariamente que lo hará, como un favor para nosotros; pero no podemos insistir en ello.)
Probablemente el horario para los fines de semana será distinto de los otros días: levantarse más tarde; más tiempo libre; etc.
Cuanto mayor sean los niños, más debemos involucrarlos a ellos y tomar en cuenta sus opiniones, al definir el horario familiar.

Estructurar los deberes y responsabilidades: Muchos trabajos del hogar se repiten con regularidad: Limpieza, cocina, hacer compras, el cuidado de las mascotas, etc. Entonces, cada miembro de la familia puede asumir uno o varios trabajos de esta categoría como su responsabilidad fija durante un tiempo prolongado, por ejemplo uno o dos meses. (Podría ser también por todo el año. Pero normalmente los niños prefieren cambiar después de cierto tiempo de hacer el mismo trabajo.)
Para dar a los niños una opción de elegir, se puede usar el siguiente método: Antes de distribuir las responsabilidades para el siguiente período, se preparan unas tiras de papel, y en cada papel se escribe uno de los trabajos que se van a repartir entre los niños. Entonces, cada niño puede escoger uno o varios papeles, según su preferencia. Quizás ya se distribuyen todos los trabajos de esta manera. Si no, los padres tendrán que distribuir los restantes.
Si un niño recibe un trabajo nuevo que todavía no sabe hacer bien, por supuesto que necesita un tiempo de entrenimiento. Pero después de eso, debe aprender a recordar su deber por sí mismo. Eso es responsabilidad: cuando hago lo que es mi deber, sin que alguien tenga que recordarme o controlarme.

Tener reglas de conducta: Eso es de acuerdo con el trato de Dios con nosotros: Él no nos da órdenes arbitrarias. Él nos ha dado unos criterios claros para distinguir entre el bien y el mal. Así también en la familia, debe ser claramente definido qué es lo que se permite y qué no.
Ciertas reglas son necesarias para mantener el orden exterior en la casa. Una regla de esta clase podría ser, por ejemplo: «No traer juguetes a la cocina.» – También necesitamos reglas para una convivencia pacífica. Reglas de esta clase podrían ser, por ejemplo: «No insultarse.» – O: «No quitar a nadie el juego con el cual está jugando.»
Aquí vale lo mismo como en los aspectos anteriores: Mientras que los niños son pequeños, los padres tendrán que establecer las reglas; pero a medida que crecen los niños, debemos involucrarlos y tomar en cuenta sus opiniones al establecer o cambiar las reglas.
Tengamos cuidado de no establecer demasiadas reglas. De otro modo crearemos una «jungla de leyes» que serán difíciles de recordar y cumplir.

Las reglas de la casa establecen lo que en la sociedad se llama «seguridad jurídica». Los niños pueden saber cuáles son las cosas que no deben hacer, si no quieren sufrir consecuencias. Y aun más importante: pueden tener la seguridad de que nadie puede culparlos ni hostigarlos, mientras que no quebrantan las reglas. De esta manera, los niños pueden responsabilizarse ellos mismos de cumplir las reglas (o pueden corregirse unos a otros), en vez de depender de órdenes arbitrarias de parte de sus educadores. Y como educadores necesitamos intervenir solamente en casos serios que los niños no pueden solucionar entre ellos.

Oportunidades de decidir y elegir

No existe responsabilidad sin libertad. Solamente la persona libre puede ejercer responsabilidad. Alguien que no es libre, aunque quizás haga lo correcto, no lo hace por responsabilidad: lo hace solamente porque no tiene otra opción.

Por tanto, si queremos que los niños aprendan responsabilidad, tenemos que darles oportunidades de elegir entre varias opciones. Con niños pequeños, podemos empezar presentándoles unas opciones que son igualmente buenas: «¿Quieres ponerte las medias rojas o las azules?» – «¿Quieres acompañarme al mercado, o quedarte en casa con tu hermana?» – «¿Quieres limpiar la mesa, o guardar los platos?»

Más tarde tendrán que aprender a distinguir entre opciones buenas, menos buenas, o incluso malas. Por ejemplo:
Lavar los platos ahora será una opción buena, porque la cocina estará limpia, y podré tranquilamente tener un tiempo libre.
Postergarlo hasta la tarde será una opción menos buena, porque los restos de comida se secarán, y el trabajo será más difícil.
No lavar los platos en absoluto será una opción mala, porque la cocina estará desordenada, nos faltarán platos para la cena, y los restos de comida atraerán las hormigas.

Como padres necesitamos sabiduría para distinguir dónde es mejor decidir por nuestros hijos, y dónde es mejor dejarles libertad y permitir que ellos mismos experimenten las consecuencias de sus decisiones.

Trabajos con valor real, y responsabilidades con consecuencias reales

La responsabilidad se aprende mejor cuando tiene una recompensa. Por eso, pioneros educativos como John Taylor Gatto o Raymond y Dorothy Moore recomiendan, en vez de dar propinas a los niños, que ellos empiecen ya en la edad de primaria a administrar un pequeño negocio propio, para poder disfrutar de sus ganancias. Cada niño o niña tiene alguna capacidad útil que puede ofrecer a sus prójimos: unos saben hacer galletas, otros saben tejer, otros pueden ofrecerse para hacer pasear al perro del vecino … Con un poco de creatividad se pueden encontrar incontables posibilidades. John Taylor Gatto escribe:

«[En el siglo 19,] los jóvenes de la misma edad como los que hoy en día encerramos en aulas escolares, convirtieron este continente de un desierto en tierra fértil, construyeron carreteras, canales y ciudades, vencieron al mayor poder militar de la tierra dos veces, vendieron hielo a la lejana India antes que existieran refrigeradoras, y produjeron tantas maravillas tecnológicas que los Estados Unidos asombraron al mundo entero con las capacidades de una creatividad libre. (…) A la edad de siete años, o añadías valor al mundo alrededor, o eras un parásito. Como toda gente saludable, los niños querían ser adultos lo más pronto posible – por eso las fotos antiguas muestran a niños y niñas que se ven como hombres y mujeres. Todo lo que necesitas es llevar tu parte de la carga, pasar unas aventuras, y ¡listo! Eres adulto. …Todavía en la primera mitad del siglo 20, un joven (hoy en día lo llamaríamos ‘niño’) como Andrew Carnegie pudo comenzar un negocio a los siete años, después de abandonar la escuela; y a los veinte años llegó a ser un socio del presidente de la Ferroviaria de Pennsylvania.

(…) ¡Imagínate cómo sería nuestra sociedad, si los 65 millones de niños escolares encerrados para aprender a ser consumidores, fueran liberados para soñar con una vida independiente y productiva, añadiendo valor a la comunidad, e imaginándose ellos mismos como productores, en vez de consumidores aburridos!

(…) Yo me preocuparía seriamente, si mi hijo se comportara de una manera notablemente infantil después de los siete años. Y si a los doce años no estás tratando con unos jóvenes ansiosos de asumir su turno, capaces de orientarse en una ciudad como Londres, de emprender un viaje de cien millas en bicicleta, y de añadir suficiente valor a su vecindario para tener un ingreso independiente, si no ves eso, entonces algo estás haciendo seriamente mal [en su educación].»

(John Taylor Gatto, «Weapons of Mass Instruction»)

Durante el siglo 19, los Estados Unidos llegaron a ser una de las primeras potencias mundiales, gracias a esa combinación de libertad, creatividad, y responsabilidad (además de una fuerte influencia cristiana bíblica) – valores que más tarde llegaron a perderse en ese mismo país. Reconstruir estos valores en un país donde no existieron por muchos siglos (como en el Perú), nos tomará más de una generación. ¡Pero hagamos un comienzo! Permitamos a nuestros niños que asuman unas responsabilidades con valor real; pero también con consecuencias reales cuando no cumplen.

Experiencias como éstas incentivan la responsabilidad:

  • Si mis productos son de buena calidad, la gente los comprará, y tendré un beneficio.
  • Si soy cumplido en el trabajo que hago para alguien, la persona va a estar contenta, va a pagarme de buena gana, y va a volver a contratarme.
  • Soy feliz, porque puedo ofrecer algo que la gente realmente valora.

Pero también las consecuencias de la irresponsabilidad son reales:

  • Si es mi responsabilidad pelar las papas, y no lo hago, no habrá almuerzo.
  • Si es mi responsabilidad cuidar y alimentar al conejo, y no lo hago, el conejo puede enfermarse o incluso morir.
  • Si tengo la oportunidad de ganarme una propina, cortando el césped de la vecina, y no lo hago, entonces no tendré propina. – O si lo hago, pero de manera descuidada y desordenada, la vecina no me va a volver a contratar.

El «trabajo escolar» nunca tiene ese mismo valor. Un cuaderno lleno de ejercicios escritos no es de valor real para nadie. Si un niño olvida sus tareas escolares, eso no tiene consecuencias reales para nadie – por más que los profesores hagan un gran drama de ello y hasta inflijan castigos al pobre niño. Ese castigo no es una consecuencia de la tarea olvidada; es una consecuencia de una distorsión en los valores del profesor. En el caso de un trabajo real, si está mal hecho, disminuye la calidad de vida de la persona que recibe el trabajo. Pero una tarea escolar olvidada no disminuye la calidad de vida de nadie. No es más que un simulacro; no es la vida real.

Imaginémonos a un niño que está jugando a una simulación computarizada, digamos de un aeropuerto donde tiene que controlar el tráfico aéreo. El niño sabe que los aviones en la pantalla no son reales, y que sus errores no afectarán a nadie en la realidad. Un niño poco sensible hasta podría disfrutar de ver colisionar a los aviones por causa de sus descuidos.
Imaginémonos ahora que la mamá del niño decide añadir un poco de seriedad a la simulación, y empieza a castigarlo cada vez que comete un error. ¿Enseñará eso al niño a ser responsable? – Difícilmente. Es más probable que empiece a sentir rencor contra su mamá quien le impide disfrutar del juego. Por fin, no es más que un simulacro; y el niño sabe que la mamá también lo sabe. Por tanto, no existe ninguna razón real para castigarlo.

Lo mismo aplica a las tareas escolares. Por más que los padres y profesores les añadan una seriedad artificial con sus castigos, y por más que los niños exteriormente asimilen esa actitud exagerada de los adultos – en el fondo saben que esas tareas no representan ningún valor real. No ayudan a mejorar la vida de nadie, no satisfacen las necesidades de nadie, ni tienen un valor comercial. Por eso, las presiones y los castigos asociados con esas tareas no producen responsabilidad. A lo máximo producen rencor; y destruyen la motivación del niño.

Las simulaciones tienen su lugar. Muchas destrezas se pueden entrenar con simulaciones computarizadas. Al nivel de los conocimientos y habilidades, una simulación puede ser útil – si es que el aprendiz es deseoso de aprender, y si ya es responsable. Pero al nivel de las actitudes, la simulación es inútil, porque el aprendiz sabe bien que no es el mundo real.
Así también las tareas y los ejercicios escolares, pueden ser útiles para alguien que ya está motivado para aprender, y que ya es responsable. Pero no sirven para «enseñar responsabilidad».

La situación sería muy distinta si nuestro niño tuviera una responsabilidad real en un aeropuerto real. No vamos a ponerlo todavía a controlar el tráfico aéreo, porque no estoy sugiriendo que encarguemos a los niños con responsabilidades que pueden afectar vidas humanas. Pero podríamos encargarlo, por ejemplo, con actualizar las pantallas de información que dicen a los pasajeros a qué puerta tienen que dirigirse para embarcar. Le explicamos que si se equivoca en un número, los pasajeros irán al lugar equivocado y podrían perder su vuelo, y entonces tendrá que ir a pedir disculpas a todos esos pasajeros enojados; y si sigue equivocándose, será despedido de su trabajo. Ahora es una situación real, y seguramente el niño se va a esforzar mucho más que en una simulación.

En los campos de concentración de los nazis en Alemania, y de los comunistas en la Unión Soviética, se usaron métodos como los siguientes para desmoralizar a los presos:
Los guardianes les mostraron un enorme montón de arena en un rincón del patio, y les ordenaron trasladar el montón entero al otro extremo del patio, lo más rápido posible. Se esforzaron todo el día para cumplir con el trabajo. El día siguiente los llevaron al mismo montón de arena, y les ordenaron trasladarlo de regreso adonde estaba antes.

Muchos «trabajos» escolares tienen el mismo efecto desmoralizador, porque exigen esfuerzo, pero no producen ningún producto que valdría la pena. Quizás se les dice a los niños que «tienes que aprender eso, porque más tarde lo necesitarás», o «para que más tarde tengas un buen trabajo». Pero – aparte del hecho de que muchos «trabajos» escolares ni siquiera producen aprendizaje – ese «más tarde» es tan lejano para el niño que no provee ninguna motivación verdadera; y en muchos casos nunca llega. Gran parte de lo que aprendemos en la escuela, no lo necesitaremos nunca después. Y actualmente tenemos miles de graduados universitarios desilusionados, porque no encuentran trabajo en su especialidad, y tuvieron que descubrir que el «buen trabajo» que se les prometió, no existe para ellos.

En un campamento vacacional para niños ofrecí a los participantes como actividad opcional, formar un grupo de periodismo y producir una revista acerca del campamento. Los integrantes del grupo trabajaron con mucho entusiasmo y responsabilidad, hicieron entrevistas, escribieron reportajes, los ilustraron con dibujos propios; y por supuesto que tuvieron que aprender bastante de ortografía y gramática. ¿De dónde vino su motivación? – De la expectativa del producto terminado, que después se iba a repartir a todos los participantes del campamento.

Por un tiempo, mis hijos tuvieron un negocio de fabricar cajitas decorativas de cartón para regalos, y las vendieron a unas tiendas de regalos. Eso requirió unas construcciones geométricas muy exactas, y mis hijos lo hicieron bien; ¿por qué? – Porque sabían que si las cajas salían deformadas, nadie las iba a comprar.

Proveamos más responsabilidades reales para nuestros niños, y menos simulacros.

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