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El deseo más grande de un educador cristiano

Pienso que el deseo más grande de un educador cristiano es, o debe ser, que sus niños se conviertan a Jesucristo y que experimenten el nuevo nacimiento por el Espíritu Santo. Mientras que esto no suceda, aun los mejores logros en cuanto a conocimientos, habilidades, o buen comportamiento, quedan como recipientes vacíos, destituidos del tesoro que debería llenarlos.

Siempre he defendido la idea de que la niñez es el tiempo preferido para convertirse. Sigo manteniendo este punto de vista; pero después de que la niñez de mis hijos pasó sin que se cumpliese este mi deseo, me he vuelto más cauteloso. Ciertamente, los niños tienen algunas ventajas en cuanto al entregarse al Señor de todo corazón; por eso el Señor los puso como ejemplo para los adultos (Mateo 18:2-4). Ciertamente, tenemos que permitir y ayudar a los niños que vengan al Señor y reciban Su reino mientras todavía son niños (Marcos 10:13-16). Pero eso no es algo que tuviéramos por garantizado, o que pudiéramos hacer nosotros mismos. El nuevo nacimiento sigue siendo una obra sobrenatural de Dios que no podemos «producir» a nuestro antojo. «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu», dijo Jesús a Nicodemo (Juan 3:8). El lo hace en el tiempo que El escoge según Su voluntad soberana.

Entonces, quizás sea un pequeño consuelo para los padres cristianos en la misma situación, que nosotros también seguimos todavía deseando y orando por la conversión de nuestros hijos. No que estuvieran llevando vidas «mundanas», están bien conscientes de los preceptos de Dios; solamente que no les llegó todavía el toque del Espíritu Santo para experimentar el nuevo nacimiento.

En este camino deseamos cuidar algunos puntos:

No confundir la conversión con una obra humana.

En muchos círculos evangélicos se ha extendido un peligroso facilismo en cuanto a la conversión: «Solamente repite esta oración, y el Señor va a perdonar todos tus pecados.» Un seguidor de esta corriente quizás me dirá: «¿Por qué no les dices a tus hijos que se conviertan ya, que hagan su decisión, que digan su oración de entrega?» – Con todo respeto, pero eso no es una conversión. No existe ninguna persona en todo el Nuevo Testamento que haya nacido de nuevo con simplemente decir una pequeña oración. La condición que el Señor establece es el arrepentimiento (Lucas 24:47, Hechos 2:38, Hechos 11:18, y otros). Eso implica mucho más que solo palabras: el arrepentimiento consiste en un cambio completo en actitudes, pensamientos y actos. (Vea: «Arrepentimiento – ¿falso o verdadero?») Un tal arrepentimiento sucede solamente cuando el Espíritu Santo ha convencido a una persona «de (su) pecado, de justicia y de juicio» (Juan 16:8). Por eso no sirve decir a una persona: «Conviértete ahora no más.» Para eso se necesita ese toque del Espíritu Santo, una obra sobrenatural de Dios.

Queremos, por tanto, cuidarnos contra las manipulaciones que tan a menudo se cometen en este campo. He conocido a muchos evangélicos que fueron inducidos a hacerse «cristianos» de la misma manera como alguien es inducido a hacerse socio de una asociación, o a comprar un producto novedoso. Fueron convencidos con argumentos humanos para hacer una decisión humana; pero no hubo convicción por el Espíritu Santo, y en consecuencia no se observa en sus vidas ningún cambio obrado por Dios. Asisten a las reuniones de una iglesia y emplean un lenguaje religioso, pero por lo demás siguen viviendo de la misma manera como antes, y siguen siendo los mismos mentirosos y los mismos egoístas como antes.
No quiero que mis hijos tengan una tal «conversión» superficial. Una verdadera conversión cambia la vida de manera radical y en lo más profundo. Y el que verdaderamente nace de nuevo, recibe no solamente perdón del pecado; recibe también libertad del pecado. (Romanos 6:11-14, 8:2-4, 1 Juan 3:5-9). Eso es lo que deseamos: no una conversión a lo fácil, sino una genuina, obrada por Dios.

No rendirnos en presentar el Evangelio.

Entonces, no queremos manipular a nuestros hijos; no queremos empujarlos hacia una decisión superficial que no ha crecido y madurado en sus propios corazones. Pero tampoco queremos quedarnos indiferentes y pensar: «Ya les hemos hablado tanto, los dejaremos no más.» Seguimos señalando las verdades fundamentales del plan de salvación de Dios; seguimos leyendo la Biblia en familia y conversando acerca de lo que leemos; seguimos orando por nuestros hijos.
Y quizás lo más importante: seguimos contando con Dios en las situaciones de nuestra vida diaria. Cuando tenemos un problema o una necesidad, pedimos a Dios por sabiduría y ayuda. Cuando nos va bien, reconocemos la bondad de Dios y le agradecemos. En los estudios buscamos la perspectiva de Dios acerca de lo que estudiamos. Cuando hay un conflicto, buscamos cómo hacer valer la justicia y la misericordia de Dios, y buscamos una solución conforme a Su palabra. Cuando alguien está enfermo, oramos primero, antes de buscar a médicos y medicinas. Cuando vemos una necesidad en nuestro alrededor, buscamos como ayudar, y si no tenemos manera de ayudar, por lo menos oramos por los afectados. Creo que de eso trata la vida cristiana: vivir todos nuestros días bajo el señorío de Dios.
Así yo confío en que nuestros hijos se recordarán de diversas ocasiones donde Dios obró, no solamente en un pasado remoto, sino en nuestra propia familia. Esperamos que llegue el día cuando todas estas pequeñas semillas den fruto. (De hecho, uno de nuestros hijos ya comenzó a buscar a Dios más seriamente, sin ningún incentivo adicional de nuestra parte.)

No confundir educación cristiana con socialización eclesiástica.

Este es uno de los malentendidos que he observado con bastante frecuencia: se cree que «educación cristiana» iguala a «aprender las costumbres de una iglesia». Entonces se enseña a los niños a participar de los rituales de la iglesia, a cantar como cantan en la iglesia, a hablar como hablan en la iglesia («Gloria a Dios», «Dios te bendiga hermano», …), a vestirse como se visten en la iglesia … en breve, se les acostumbra a adoptar toda la subcultura de la iglesia, y se cree que con eso se volverán cristianos.
Paul White, misionero y autor de los «Cuentos de la selva», presenta una ilustración viva de esta idea en su cuento «El chivo que quería ser un león». El chivo pide consejo al mono (no la persona más indicada para dar consejos): «¿Cómo puedo convertirme en un león?» – El mono responde: «Para llegar a ser un león, tienes que actuar como un león. Tienes que caminar como un león, tienes que hablar como un león, y tienes que comer lo que comen los leones.» – El chivo se esfuerza entonces por caminar majestuosamente, rugir como un león, y comer carne. Creyendo que ahora es un verdadero león, va a buscar a los otros leones – y termina en los estómagos de ellos.
La moraleja: Nadie se convierte en león por imitar a los leones; para eso sería necesario haber nacido león. Igualmente, nadie se convierte en cristiano por hacer lo que hacen los cristianos; es necesario nacer de nuevo por el Espíritu Santo.

Un error similar consiste en educar a los niños de padres cristianos como si ellos también ya fueran cristianos. A menudo, el resultado es que se les imponen cargas que no pueden llevar: «Como cristiano no deberías hacer esto», «Como cristiano deberías ser así y así» … o sea, exigiendo al chivo que sea un león. Tenemos que recordarnos que Dios no tiene nietos, sólo hijos. Si yo soy un hijo de Dios, eso no implica que mi hijo sea un nieto de Dios. El tiene que encontrar su propia relación con Dios.

Líderes de iglesias se quejan de que «estamos perdiendo a nuestros jóvenes», «han crecido en nuestra iglesia, pero ahora se están alejando» – no, no es que se estuvieran perdiendo, ¡es que nunca fueron «encontrados»! Fueron «socializados» en la subcultura de la iglesia, adquirieron unas formas exteriores de comportamiento, se hicieron cristianos «de nombre»; pero nunca recibieron el nuevo corazón que solamente Jesucristo puede dar. Ser cristiano no es seguir las costumbres de una iglesia; ser cristiano es vivir con Jesucristo. Y el ambiente de una iglesia institucionalizada no ayuda mucho para eso – a menudo incluso estorba. (Vea: «Iglesias y escuelas: Los problemas creados al remplazar la familia por instituciones».)

En nuestra familia hemos sido particularmente afectados por este problema. Tanto padres como hijos, hemos sufrido en repetidas ocasiones unas agresiones y unos daños graves por parte de miembros y líderes de iglesias (quienes nunca reconocieron sus faltas). Esta debe ser una de las causas por qué era difícil lograr que nuestros hijos se interesaran por los asuntos de Dios. Nos quedó la dura tarea de explicarles que esas personas que se llamaban «cristianos» (y en quienes nosotros mismos habíamos confiado al inicio) no eran cristianos de verdad, por más que eran líderes de iglesias «cristianas»; y que el Señor Jesús y Sus verdaderos discípulos no actúan como ellos actuaron. Con eso tal vez pudimos mitigar un poco el daño espiritual que estaba hecho; pero no deshacerlo por completo. La compañía de los falsos cristianos puede ser más dañina que la compañía de los mundanos.

La comunión con verdaderos cristianos puede ser muy beneficiosa para nuestros hijos – no en términos de participar en programas institucionalizados de una iglesia, pero teniendo comunión personal y compartiendo lo que Dios hace en nuestra vida cotidiana y en nuestras familias. Pienso que si en aquel tiempo hubiéramos tenido cerca de nosotros tan solamente una o dos familias genuinamente cristianas, hubiéramos estado mucho mejor. Desafortunadamente, las oportunidades para eso eran muy escasas.

Pero cualesquieras que sean nuestras circunstancias, la educación cristiana de nuestros hijos es nuestra propia tarea como padres. No la podemos delegar a ninguna iglesia, a ningún pastor, a ninguna escuela cristiana, a ningún grupo de niños o de jóvenes. Y así es también nuestra tarea, presentarles el Evangelio, darles el ejemplo de una vida cristiana, e interceder ante Dios por ellos. Así seguiremos, hasta que se cumpla nuestro gran deseo de ver a nuestros hijos hechos nuevos en las manos del Señor.

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Iglesias y escuelas: Los problemas creados al remplazar la familia por instituciones (Parte 3)

Esta es la continuación de un artículo que describe las paralelas entre iglesias institucionales y escuelas, y los problemas que resultan en estas instituciones.

Procedimientos prescritos desplazan el cumplimiento de la tarea verdadera.

Varias veces me llamó la atención el hecho de que los profesores profesionales raras veces están interesados en saber cómo aprenden los niños en realidad. Claro que hay excepciones. Pero por lo general, encontré que son exactamente los profesores quienes tienen mayores dificultades en aceptar y asimilar datos acerca de los procesos de aprendizaje en los niños, y acerca de los ambientes más propicios al aprendizaje. Ellos están tan llenos de procedimientos, currículos y métodos prescritos por el estado, que ya no preguntan si estos procedimientos y métodos sirven efectivamente para su supuesto propósito, de que los niños aprendan algo. – En cambio, encontré que exactamente aquellas personas que demostraban tener un talento natural para la enseñanza, eran los menos interesados en estudiar la carrera de «educación».
Los directores de escuelas, funcionarios escolares del estado, etc, se encuentran aun más alejados de la realidad pedagógica. Muchos de ellos se limitan a seguir ciegamente las órdenes del estado, sin preguntar si algo de esto es realmente bueno para los niños.

Mis propios hijos han adquirido la mayor parte de sus conocimientos en las actividades menos «escolares»: Descubriendo juntos cómo se puede programar un juego de computadora. Buscando imágenes y descripciones de animales y plantas en la internet. Viajando a otra región del país. Leyendo espontáneamente un libro que les interesaba, sin tener que dar un examen sobre ello.

Algo muy parecido observo en las iglesias institucionales. Las iglesias y los pastores se interesen raras veces en saber cómo crece un cristiano en su fe, cómo obra Dios en una conversión verdadera, o si los miembros de sus iglesias realmente nacieron de nuevo. En cambio, están llenos de estrategias evangelísticas y tradiciones eclesiásticas que copiaron de otras personas. Estas estrategias y tradiciones producen miembros adaptados y conformistas; pero ¿producen también verdaderos creyentes en Jesucristo? Los pastores raras veces se hacen esta pregunta. Mayormente se contentan con que alguien haya sido «alcanzado» por la estrategia de moda (evangelización masiva, prédica al aire libre, célula, evangelización personal, o lo que sea), y que haya pasado por los pasos prescritos («oración de entrega», bautismo, curso bíblico, etc.). Se da más importancia a la ejecución correcta de los procedimientos y rituales, que a la pregunta si existe todavía alguna realidad espiritual detrás de estos rituales.

Los tiempos de oración más intensa, y el interés más vivo en cuestiones de la fe, los encontré normalmente en ambientes muy alejados de las «iglesias»: en reuniones y viajes misioneros juveniles «inoficiales» que no estaban bajo la «cobertura» de ninguna iglesia institucional.

Este principio se aplica tanto a la escuela como a la iglesia: Cuanto más institucionalizada es, menos cumple su tarea verdadera.

Toda institución tiende a producir una cantidad excesiva de reglamentos, formularios, organigramas, etc. Pero todo eso sirve solamente para la apariencia exterior, para satisfacer el deseo de los líderes y burócratas de sentirse importantes, y para impresionar a los miembros y observadores. El exceso de reglamentos no contribuye en nada para alcanzar los objetivos que oficialmente se declaran. Solamente sirve para establecer procedimientos protocolarios que nadie puede cumplir al pie de la letra. Por tanto, hay una manera fácil de acusar y eliminar a cualquier miembro cuya presencia incomoda a los líderes: Puesto que nadie puede evitar romper alguna vez uno de los infinitos reglamentos y procedimientos, se rebuscan sus fallas formales que cometió, y éstas sirven como una razón cómoda para expulsarlo y para encubrir los verdaderos motivos de su expulsión. Los gobiernos políticos demuestran diariamente cómo se hace eso. Pero las escuelas y las iglesias no son mejores.

Se institucionalizan las relaciones personales.

Tanto las escuelas como las iglesias institucionales nos engañan en cuanto a la calidad de las relaciones personales. La escuela dice ser necesaria para la «socialización» de la próxima generación. En discusiones acerca de la educación en casa se pregunta a menudo: «¿Cómo aprenderán los niños a integrarse en un grupo, si no van a la escuela?» – «¿Cómo aprenderán a tratar bien a los que tienen opiniones distintas?» – etc. – Y de manera muy parecida dicen los representantes de las iglesias institucionales que un cristiano necesita estas instituciones para aprender y practicar la comunión cristiana.

Pero su práctica es muy distinta. En la realidad, ambas instituciones priorizan sus metas institucionales. Las relaciones personales tienen que servir estas metas, y así se distorsionan. En vez de juntar a las personas, las instituciones los enajenan unos de los otros. Conozco solamente dos lugares en el mundo donde las personas están durante horas sentados juntos en la misma banca sin tener la oportunidad de intercambiar una sola palabra: en la escuela y en la iglesia. (Bien, existe un tercer lugar con la misma característica: un concierto clásico. Pero nadie pretende que la asistencia a conciertos clásicos sea necesaria para tener comunión unos con otros.)

¿Qué clase de relaciones personales existen entre los alumnos de una escuela? No llegan a conocerse entre sí como humanos, solamente como competidores. Establecen un «orden de picoteo» donde decide la ley del más fuerte. No se practican virtudes como la ayuda mutua, la sinceridad o la compasión. Como dijo John Taylor Gatto después de treinta años de experiencia como profesor:

«Los niños que yo enseño, son crueles entre ellos. No tienen compasión con el desafortunado, se ríen de la debilidad, y desprecian a sus prójimos necesitados de ayuda. – Los niños que yo enseño, se sienten incómodos frente a la intimidad personal y la honestidad. Ellos se parecen a muchos niños adoptados que conocí: no pueden manejar la intimidad personal, porque se han acostumbrado a mantener su verdadero yo en secreto, escondido detrás de una personalidad exterior artificial…»
(John Taylor Gatto en «Por qué las escuelas no educan».)

¿Y qué del buen trato con los que tienen opiniones distintas? El alumno que no piensa igual como el profesor, no tiene oportunidad de pronunciarse. Y donde el profesor no tiene ninguna opinión, la clase establece prontamente su «opinión oficial», basada en el «orden de picoteo». El que no apoya la opinión oficial, será marginado – aun si se trata de asuntos tan triviales como la opinión acerca de la mejor telenovela, el mejor deportista o el mejor grupo musical.

Y en cuanto a las relaciones entre profesor y alumnos: éstas no pueden ser honestas y verdaderamente humanas, mientras el profesor con su poder sobre las notas mantiene un control absoluto sobre la posición social y el futuro profesional de sus alumnos. Aun si el profesor realmente valora a sus alumnos y se esfuerza por comprenderlos – el sistema lo obliga a descalificar a aquellos que «rinden» menos.

¡Cuán diferente era esto en los tiempos cuando la enseñanza y el aprendizaje eran todavía libres! Un futuro artesano o estudiante universitario podía personalmente escoger a su maestro. Averiguaba acerca de la personalidad y las cualidades del maestro, y decidía estudiar con uno que le convencía. Ninguna institución le obligaba a estudiar con un determinado maestro, o según un método determinado. Tampoco hubo calificaciones mediante notas.
Un antiguo filósofo griego con sus alumnos, un profeta o rabino israelí con sus discípulos, un maestro medieval con sus aprendices – seguramente se relacionaban con más confianza y sinceridad que un profesor actual con sus alumnos, o un pastor actual con los miembros de su iglesia. Es que antiguamente, las relaciones entre maestro y discípulo se basaban en una elección voluntaria. Pero a medida que la institucionalización avanzó, las relaciones personales se deterioraron.

Miremos lo que sucede en las iglesias institucionalizadas. En sus reuniones sucede muy poca «comunión». No es comunión, estar sentados en la misma banca, cantar las mismas canciones y escuchar la misma prédica. – Muchas iglesias hoy en día tienen «células». Esto es un paso en la dirección correcta. Pero demasiado a menudo, estas células son programadas y controladas de manera centralizada. Entonces tienen que cumplir con un programa prescrito, el cual impide una comunión realmente transparente. O se encuentran bajo una presión de ganar a nuevos miembros, y entonces hacen esfuerzos enérgicos para parecer «atractivas» – lo que normalmente tiene el efecto contrario. – Iglesias en casa, independientes, tienen más libertad en este respecto. Pero ¿realmente harán uso de esta libertad?

En el libro «¿Asi que ya no quieres ir a la iglesia?», un visitante de una iglesia en casa desafía a los participantes con los siguientes comentarios y preguntas:

«En vez de intentar levantar una iglesia en casa, aprendan a amarse unos a otros, y a compartir el viaje unos de los otros. ¿A quién quiere Jesús que acompañes ahora mismo, y cómo puedes animar a esa persona? Entonces, sí, experimenten con la comunión juntos. Aprenderán mucho. Solo eviten el deseo de hacerlo artificial, exclusivo o permanente. Las relaciones no funcionan de esta manera.
La iglesia es el pueblo de Dios que aprende a compartir su vida juntos. Es Marvin allá y Diana aquí. Cuando pregunté a Ben acerca de vuestra vida juntos, me contó mucho acerca de vuestras reuniones, pero nada acerca de vuestras relaciones. Esto me indicó algo. ¿Conoces siquiera la esperanza más grande de Roary, o la lucha actual de Jacob? Estas cosas raras veces salen a la luz en reuniones. Salen en relaciones naturales que suceden durante la semana.»

En las relaciones entre pastores y miembros de iglesias observamos los mismos problemas como en las relaciones entre profesores y alumnos. Aunque un pastor no tiene poder sobre el futuro profesional de los miembros (con excepción de los colaboradores de la iglesia a tiempo completo); pero tiene – supuestamente – poder sobre el futuro eterno. Esto coloca una presión insoportable sobre los miembros, especialmente sobre los más entregados y sensibles. Y demasiados pastores se aprovechan de ello sin vergüenza, para manipular a los miembros a su antojo.

En general: Cuanto más institucionalización, menos comunión auténtica. En un tal ambiente institucionalizado mueren las amistades sinceras. En cambio, la gente establece supuestas «amistades», solamente para alcanzar determinadas metas. Las personas no se valoran entre ellos como personas en sí; se valoran solamente a medida que contribuyen a las metas institucionales. Superficialmente muestran comprensión, ayuda mutua y amor al prójmo – pero solamente mientras el prójimo se deja institucionalizar también. Tan pronto como ya no tienen metas institucionales comunes, revienta la burbuja de la supuesta «amistad».

Esta institucionalización de las relaciones personales tiene consecuencias fatales en el caso de conflictos: Estos se inflan para convertirlos en «casos disciplinarios institucionales». En casos extremos, un tal conflicto institucional puede arruinar todo el futuro profesional y personal de los afectados. En cambio, en un entorno no-institucionalizado, los conflictos personales se pueden tratar en el nivel personal, y así son mucho más fáciles de solucionar. Lo ilustraremos con un ejemplo del Nuevo Testamento:

Pablo y Bernabé eran colaboradores y amigos en su primer viaje misionero. Uno de sus acompañantes era Juan Marcos; pero él los dejó en medio camino por razones desconocidas. Al alistarse para el segundo viaje misionero, Bernabé quiso llevar otra vez a Juan Marcos; pero Pablo no estaba de acuerdo. El desacuerdo entre ellos era tan fuerte que se separaron. Entonces Bernabé emprendió su propio viaje con Juan Marcos a Chipre, mientras Pablo buscó a otro acompañante y se fue a Asia. (Vea Hechos 15:36-40).

Según el relato bíblico, se trataba de un asunto personal entre ellos, y no hubo mayores consecuencias. Su desacuerdo no era acerca de cuestiones esenciales de la fe, y por tanto no había razón para ocuparse más del asunto. Supongo que la relación entre Bernabé y Pablo quedó afectada por un buen tiempo. Pero ninguno de ellos fue dañado en cuanto a su ministerio espiritual. Muchos años más tarde leemos que aun Pablo reconoció otra vez la utilidad de Juan Marcos (2 Timoteo 4:11). No fue para poco: se trata del autor del Evangelio según Marcos.

¿Cómo hubiera terminado esta historia en una iglesia o sociedad misionera actual? – Puesto que tengo mis experiencias al respecto, me lo puedo imaginar vivamente. El conflicto personal se hubiera llevado al nivel institucional: Puesto que Pablo era el líder de la «empresa misionera», él hubiera emitido una declaración oficial de que Juan Marcos era incapaz para el trabajo misionero. Esta decisión se hubiera comunicado inmediatamente a los líderes más importantes. Bernabé, aunque originalmente fue el líder principal de la misión, hubiera perdido su «cobertura espiritual» al separarse de Pablo. Posiblemente lo hubieran acusado de «rebeldía» y de «dividir la iglesia». Tanto Bernabé como Juan Marcos se hubieran visto impedidos de seguir colaborando con las iglesias fundadas por Pablo. Hubieran dejado el ministerio, o hubieran fundado una nueva denominación. – ¡Qué bueno que Pablo no actuó como un líder institucional!

Podríamos fácilmente encontrar ejemplos parecidos del entorno escolar.

Los conflictos personales deben solucionarse al nivel personal. Pero un entorno institucionalizado no permite eso. Los implicados no pueden simplemente enfrentarse como personas humanas. Su comunicación está constantemente afectada por sus rangos respectivos en la jerarquía institucional. Un solo líder, o un pequeño grupo de líderes, institucionaliza su opinión personal y la promulga como verdad absoluta. El conflicto personal se convierte en una demostración de poder de parte del líder. O se provoca una lucha por el poder entre los líderes.

Conclusión

Tanto las iglesias como las escuelas se han institucionalizado de maneras similares. Esto causa problemas muy similares en ambas instituciones.

En consecuencia, durante las últimas décadas se han formado movimientos contrarios en ambos ámbitos: El movimiento de la educación en casa como alternativa a la escolarización; y el movimiento de las iglesias en casa, «iglesias sencillas», etc, como alternativa a las iglesias institucionalizadas. (Aunque algunos grupos de iglesias en casa son igual de institucionalizados como las iglesias tradicionales; éstas no serían una alternativa verdadera.)

En esta serie de artículos intenté mostrar las paralelas entre iglesia y escuela. Quise demostrar que los dos «movimientos no-institucionalizados» – en cuanto agrupan a cristianos – tienen la misma esencia y pueden aprender el uno del otro. «Iglesia en casa» y «educación en casa» tienen mucho en común. Ambos – si se entienden de la manera correcta – colocan la familia nuevamente en el centro de la vida diaria. Ambos trabajan por una restauración de las relaciones interpersonales que fueron distorsionadas por la institucionalización. Y yo creo que ambos están más cerca del cristianismo original que cualquier otro movimiento del presente.

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