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El deseo más grande de un educador cristiano

on septiembre 10, 2015

Pienso que el deseo más grande de un educador cristiano es, o debe ser, que sus niños se conviertan a Jesucristo y que experimenten el nuevo nacimiento por el Espíritu Santo. Mientras que esto no suceda, aun los mejores logros en cuanto a conocimientos, habilidades, o buen comportamiento, quedan como recipientes vacíos, destituidos del tesoro que debería llenarlos.

Siempre he defendido la idea de que la niñez es el tiempo preferido para convertirse. Sigo manteniendo este punto de vista; pero después de que la niñez de mis hijos pasó sin que se cumpliese este mi deseo, me he vuelto más cauteloso. Ciertamente, los niños tienen algunas ventajas en cuanto al entregarse al Señor de todo corazón; por eso el Señor los puso como ejemplo para los adultos (Mateo 18:2-4). Ciertamente, tenemos que permitir y ayudar a los niños que vengan al Señor y reciban Su reino mientras todavía son niños (Marcos 10:13-16). Pero eso no es algo que tuviéramos por garantizado, o que pudiéramos hacer nosotros mismos. El nuevo nacimiento sigue siendo una obra sobrenatural de Dios que no podemos «producir» a nuestro antojo. «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu», dijo Jesús a Nicodemo (Juan 3:8). El lo hace en el tiempo que El escoge según Su voluntad soberana.

Entonces, quizás sea un pequeño consuelo para los padres cristianos en la misma situación, que nosotros también seguimos todavía deseando y orando por la conversión de nuestros hijos. No que estuvieran llevando vidas «mundanas», están bien conscientes de los preceptos de Dios; solamente que no les llegó todavía el toque del Espíritu Santo para experimentar el nuevo nacimiento.

En este camino deseamos cuidar algunos puntos:

No confundir la conversión con una obra humana.

En muchos círculos evangélicos se ha extendido un peligroso facilismo en cuanto a la conversión: «Solamente repite esta oración, y el Señor va a perdonar todos tus pecados.» Un seguidor de esta corriente quizás me dirá: «¿Por qué no les dices a tus hijos que se conviertan ya, que hagan su decisión, que digan su oración de entrega?» – Con todo respeto, pero eso no es una conversión. No existe ninguna persona en todo el Nuevo Testamento que haya nacido de nuevo con simplemente decir una pequeña oración. La condición que el Señor establece es el arrepentimiento (Lucas 24:47, Hechos 2:38, Hechos 11:18, y otros). Eso implica mucho más que solo palabras: el arrepentimiento consiste en un cambio completo en actitudes, pensamientos y actos. (Vea: «Arrepentimiento – ¿falso o verdadero?») Un tal arrepentimiento sucede solamente cuando el Espíritu Santo ha convencido a una persona «de (su) pecado, de justicia y de juicio» (Juan 16:8). Por eso no sirve decir a una persona: «Conviértete ahora no más.» Para eso se necesita ese toque del Espíritu Santo, una obra sobrenatural de Dios.

Queremos, por tanto, cuidarnos contra las manipulaciones que tan a menudo se cometen en este campo. He conocido a muchos evangélicos que fueron inducidos a hacerse «cristianos» de la misma manera como alguien es inducido a hacerse socio de una asociación, o a comprar un producto novedoso. Fueron convencidos con argumentos humanos para hacer una decisión humana; pero no hubo convicción por el Espíritu Santo, y en consecuencia no se observa en sus vidas ningún cambio obrado por Dios. Asisten a las reuniones de una iglesia y emplean un lenguaje religioso, pero por lo demás siguen viviendo de la misma manera como antes, y siguen siendo los mismos mentirosos y los mismos egoístas como antes.
No quiero que mis hijos tengan una tal «conversión» superficial. Una verdadera conversión cambia la vida de manera radical y en lo más profundo. Y el que verdaderamente nace de nuevo, recibe no solamente perdón del pecado; recibe también libertad del pecado. (Romanos 6:11-14, 8:2-4, 1 Juan 3:5-9). Eso es lo que deseamos: no una conversión a lo fácil, sino una genuina, obrada por Dios.

No rendirnos en presentar el Evangelio.

Entonces, no queremos manipular a nuestros hijos; no queremos empujarlos hacia una decisión superficial que no ha crecido y madurado en sus propios corazones. Pero tampoco queremos quedarnos indiferentes y pensar: «Ya les hemos hablado tanto, los dejaremos no más.» Seguimos señalando las verdades fundamentales del plan de salvación de Dios; seguimos leyendo la Biblia en familia y conversando acerca de lo que leemos; seguimos orando por nuestros hijos.
Y quizás lo más importante: seguimos contando con Dios en las situaciones de nuestra vida diaria. Cuando tenemos un problema o una necesidad, pedimos a Dios por sabiduría y ayuda. Cuando nos va bien, reconocemos la bondad de Dios y le agradecemos. En los estudios buscamos la perspectiva de Dios acerca de lo que estudiamos. Cuando hay un conflicto, buscamos cómo hacer valer la justicia y la misericordia de Dios, y buscamos una solución conforme a Su palabra. Cuando alguien está enfermo, oramos primero, antes de buscar a médicos y medicinas. Cuando vemos una necesidad en nuestro alrededor, buscamos como ayudar, y si no tenemos manera de ayudar, por lo menos oramos por los afectados. Creo que de eso trata la vida cristiana: vivir todos nuestros días bajo el señorío de Dios.
Así yo confío en que nuestros hijos se recordarán de diversas ocasiones donde Dios obró, no solamente en un pasado remoto, sino en nuestra propia familia. Esperamos que llegue el día cuando todas estas pequeñas semillas den fruto. (De hecho, uno de nuestros hijos ya comenzó a buscar a Dios más seriamente, sin ningún incentivo adicional de nuestra parte.)

No confundir educación cristiana con socialización eclesiástica.

Este es uno de los malentendidos que he observado con bastante frecuencia: se cree que «educación cristiana» iguala a «aprender las costumbres de una iglesia». Entonces se enseña a los niños a participar de los rituales de la iglesia, a cantar como cantan en la iglesia, a hablar como hablan en la iglesia («Gloria a Dios», «Dios te bendiga hermano», …), a vestirse como se visten en la iglesia … en breve, se les acostumbra a adoptar toda la subcultura de la iglesia, y se cree que con eso se volverán cristianos.
Paul White, misionero y autor de los «Cuentos de la selva», presenta una ilustración viva de esta idea en su cuento «El chivo que quería ser un león». El chivo pide consejo al mono (no la persona más indicada para dar consejos): «¿Cómo puedo convertirme en un león?» – El mono responde: «Para llegar a ser un león, tienes que actuar como un león. Tienes que caminar como un león, tienes que hablar como un león, y tienes que comer lo que comen los leones.» – El chivo se esfuerza entonces por caminar majestuosamente, rugir como un león, y comer carne. Creyendo que ahora es un verdadero león, va a buscar a los otros leones – y termina en los estómagos de ellos.
La moraleja: Nadie se convierte en león por imitar a los leones; para eso sería necesario haber nacido león. Igualmente, nadie se convierte en cristiano por hacer lo que hacen los cristianos; es necesario nacer de nuevo por el Espíritu Santo.

Un error similar consiste en educar a los niños de padres cristianos como si ellos también ya fueran cristianos. A menudo, el resultado es que se les imponen cargas que no pueden llevar: «Como cristiano no deberías hacer esto», «Como cristiano deberías ser así y así» … o sea, exigiendo al chivo que sea un león. Tenemos que recordarnos que Dios no tiene nietos, sólo hijos. Si yo soy un hijo de Dios, eso no implica que mi hijo sea un nieto de Dios. El tiene que encontrar su propia relación con Dios.

Líderes de iglesias se quejan de que «estamos perdiendo a nuestros jóvenes», «han crecido en nuestra iglesia, pero ahora se están alejando» – no, no es que se estuvieran perdiendo, ¡es que nunca fueron «encontrados»! Fueron «socializados» en la subcultura de la iglesia, adquirieron unas formas exteriores de comportamiento, se hicieron cristianos «de nombre»; pero nunca recibieron el nuevo corazón que solamente Jesucristo puede dar. Ser cristiano no es seguir las costumbres de una iglesia; ser cristiano es vivir con Jesucristo. Y el ambiente de una iglesia institucionalizada no ayuda mucho para eso – a menudo incluso estorba. (Vea: «Iglesias y escuelas: Los problemas creados al remplazar la familia por instituciones».)

En nuestra familia hemos sido particularmente afectados por este problema. Tanto padres como hijos, hemos sufrido en repetidas ocasiones unas agresiones y unos daños graves por parte de miembros y líderes de iglesias (quienes nunca reconocieron sus faltas). Esta debe ser una de las causas por qué era difícil lograr que nuestros hijos se interesaran por los asuntos de Dios. Nos quedó la dura tarea de explicarles que esas personas que se llamaban «cristianos» (y en quienes nosotros mismos habíamos confiado al inicio) no eran cristianos de verdad, por más que eran líderes de iglesias «cristianas»; y que el Señor Jesús y Sus verdaderos discípulos no actúan como ellos actuaron. Con eso tal vez pudimos mitigar un poco el daño espiritual que estaba hecho; pero no deshacerlo por completo. La compañía de los falsos cristianos puede ser más dañina que la compañía de los mundanos.

La comunión con verdaderos cristianos puede ser muy beneficiosa para nuestros hijos – no en términos de participar en programas institucionalizados de una iglesia, pero teniendo comunión personal y compartiendo lo que Dios hace en nuestra vida cotidiana y en nuestras familias. Pienso que si en aquel tiempo hubiéramos tenido cerca de nosotros tan solamente una o dos familias genuinamente cristianas, hubiéramos estado mucho mejor. Desafortunadamente, las oportunidades para eso eran muy escasas.

Pero cualesquieras que sean nuestras circunstancias, la educación cristiana de nuestros hijos es nuestra propia tarea como padres. No la podemos delegar a ninguna iglesia, a ningún pastor, a ninguna escuela cristiana, a ningún grupo de niños o de jóvenes. Y así es también nuestra tarea, presentarles el Evangelio, darles el ejemplo de una vida cristiana, e interceder ante Dios por ellos. Así seguiremos, hasta que se cumpla nuestro gran deseo de ver a nuestros hijos hechos nuevos en las manos del Señor.


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