La mamá liebre dijo a la mamá tortuga: «Veo que tu hijita tiene la misma edad como la mía. ¿Qué tal si hacemos una carrera, cuál de ellas llega más rápidamente a la universidad?»
La mamá tortuga respondió: «No me gusta mucho lo de las carreras. Sabes, nosotras las tortugas caminamos a nuestro propio paso. Y mi hijita es pequeña todavía. ¿Quién sabe si de grande realmente querrá llegar a la universidad? Si ella decide irse a otro lugar, yo no se le voy a impedir.»
«Como quieres», dijo mamá liebre. «Yo sí voy a encaminar bien a mi hija, y apuesto que va a llegar a la universidad antes que la tuya.»
Cuando la pequeña liebre tuvo tres años, sus padres la mandaron a recibir clases de lectura, y poco después la mandaron a escalar el Cerro de los Libros. Liebrecita era pequeña todavía y no podía bien escalar las gradas altas; muchas veces se tropezaba, se caía, y se lastimaba las rodillas. Pero papá y mamá liebre cada vez le llamaron desde abajo: «¡Adelante, hijita! ¡Tienes que ganar la carrera!»
Por mientras, Tortuguita se paseaba al lado de sus padres, comía del pasto rico que crece en el valle, y jugaba feliz con sus hermanos y hermanas. Cuando tuvo seis años y medio, llegó al pie del Cerro de los Libros, lo miró intrigada y dijo: «¡Qué cosa más extraña! Quisiera saber qué es eso, y qué significa.» – Papá tortuga respondió: «Bien, te lo voy a explicar.» – Y desde arriba gritó Liebrecita: «Ya tienes edad de estar en la escuela, ¿y todavía ni sabes leer?»
Medio año después, Tortuguita también sabía leer y comenzó a escalar el cerro. Lo hizo muy despacio, a su propio paso como lo hacen las tortugas. Pero por el buen pasto que había comido, y por el ejercicio que le habían provisto sus juegos de niña, sus piernitas ya estaban fuertes y firmes. Por eso, Tortuguita no tropezaba ni se lastimaba en el camino.
A sus diez años, Liebrecita ya se encontraba muy arriba en el cerro. «¡Tortuguita!» – llamó hacia abajo. – «¡Ya sé los nombres de todos los huesos del cuerpo humano! ¿Y tú?»
– «No soy humano» – respondió Tortuguita, – «¿qué haría yo con huesos humanos? Pero ya sé cómo usar mi caparazón para que no me coman las águilas.» – Liebrecita se asustó: «¿Hay águilas en este cerro?» – Es que se recordaba de que dos de sus hermanos mayores habían sido comidos por águilas, y no habían sido capaces de defenderse.
Un año después, Tortuguita llamó: «¡Liebrecita! ¿Quieres decirme los nombres de los huesos humanos?» – Liebrecita se sintió un poco avergonzada, porque ya los había olvidado todos. Pero respondió: «¡Eso no está en el currículo ahora! ¡Estoy ahora estudiando botánica! ¿Y tú?» – «Ah, con mi mamá estamos cultivando lechugas porque nos gustan mucho.» – ¡Lechugas! Eso le gustaba a la liebrecita también. Hace poco había aprendido el nombre científico de la lechuga, pero nunca había visto un campo de lechugas en vivo y directo. – «¡Si vienes acá abajo, te regalo un poco de nuestras lechugas!» – llamó Tortuguita. Pero antes de que Liebrecita pudo contestar, papá y mamá Liebre le llamaron desde lejos: «Hijita, ¡no te desvíes de tu camino! Tortuguita es una ignorante, y sus papás no saben nada de educación.»
Liebrecita comenzó a sentirse cansada. Había corrido todo el camino, y le faltó aliento. El caminar le causaba dolor, porque sus rodillas nunca se habían sanado completamente desde que se había caído tantas veces de pequeña. Se sentó debajo de las Rocas del Álgebra para descansar un poco. Pero apenas sus padres se dieron cuenta, le llamaron desde la distancia: «Hijita, ¡cómo puedes perder el tiempo de esta manera! ¿Has olvidado que estás en una carrera?»
Por mientras, Tortuguita avanzaba a su paso, tal como podía, a veces lento, a veces un poco menos lento. A veces descansaba para admirar el panorama que se veía cada vez más hermoso, a medida que llegaba más alto. Así llegó ella también a las Rocas del Álgebra y comenzó a escalarlas poco a poco, a su propio paso.
En ese momento, Liebrecita ya se encontraba más arriba en esas mismas Rocas. Pero puesto que intentaba recorrer el camino a toda velocidad, no pudo vencer las partes más escarpadas. Apenas había subido una parte, volvió a resbalar el mismo tramo hacia abajo. Mientras duraban estos intentos, Tortuguita ya se había acercado tanto que Liebrecita pudo ver los libros y cuadernos que ella llevaba en su mochila. Se quedó admirada: «¡Qué bonito cuaderno de álgebra tienes! ¿Me lo permites ver un rato?» – Tortuguita con mucho gusto le prestó su cuaderno. Entonces, tan rápido como pudo, Liebrecita copió todo lo que Tortuguita había escrito en su cuaderno, y lo entregó como trabajo suyo. Con eso le permitieron continuar su camino más arriba de las Rocas del Álgebra.
Algún tiempo después, Liebrecita llegó al campo de las Rosas de la Ciencia. Pero para entonces estaba tan agotada que no le quedaban fuerzas para caminar, ni para admirar los colores y olores de las Rosas. Solamente se chocaba contra ellas y sentía que las espinas le desgarraban la piel. Además no pudo soportar el aire enrarecido de las alturas. Se dejó caer donde estaba – por desgracia directamente sobre las espinas de una rosa -, y se quedó tendida allí.
Medio dormida, le parecía oír las voces de sus padres que le llamaban como desde otro mundo: «Hijita, ¡¿qué te pasa?! ¡No puedes quedarte tirada allí! ¡Estás en una carrera!» – Y al mismo tiempo le parecía oír otra voz, una que cantaba suavemente. ¿Fue eso realidad, o fue una alucinación? Por allí le parecía ver a Tortuguita atravesando el campo de las Rosas, y no se le notaba ningún cansancio. Avanzaba a su propio paso como lo hacen las tortugas, y ¡cantaba! De vez en cuando se detuvo para disfrutar del olor de una rosa, o para admirar los colores de otra. Las espinas no le molestaban por nada.
Cuando Liebrecita volvió en sí, Tortuguita ya había desaparecido de la vista. «¡Estoy perdiendo la carrera!» – exclamó Liebrecita, asustada. Juntó las pocas fuerzas que le habían quedado, y avanzó por en medio de las rosas espinosas, tambaleando como ebria. Continuó así por no sé cuánto tiempo, hasta que un día dijo: «Este lugar me parece conocido. ¿No he pasado ya alguna vez por aquí?» – Y de hecho, se encontraba ante aquella misma rosa aplastada sobre la cual se había desmayado hace más de un año. ¡Había caminado en círculos todo ese tiempo!
Tortuguita llegó con facilidad hasta las puertas de la universidad. Allí se detuvo por un buen rato, reflexionando si debía entrar o si debía tomar otro camino. Entonces vio que en el patio de la universidad florecían también unas cuantas Rosas de la Ciencia que le gustaban tanto. Y dijo: «Voy a entrar, tal vez voy a aprender más cosas interesantes acerca de estas rosas.»
Cuando Tortuguita ya había pasado unos años en la universidad, llegó Liebrecita. Vio a Tortuguita desde lejos, y por vergüenza no se atrevió a acercarse. Pero Tortuguita ya la había visto. «¡Liebrecita! ¡Qué bueno verte aquí!» – «Tortuguita …» dijo Liebrecita y bajó la mirada. «Me has ganado.» – «¿Ganado? ¡Pero si yo no estoy en competencia con nadie! Tú sabes que no me gustan las carreras. Yo avanzo a mi propio paso, como lo hacemos las tortugas.»
Más tarde, Tortuguita llegó a trabajar cuidando y cultivando Rosas de la Ciencia todo el día, y eso la hizo muy feliz. Liebrecita también obtuvo su título de profesional; pero no fue tan feliz. Toda su vida sentía que tenía que correr y agotarse para ganar a alguien, y así el ejercicio de su profesión fue un calvario para ella. Y nunca aprendió a defenderse de las águilas, ni a cultivar lechugas o rosas.